CIUDADES | INICIO  
  




Barranquilla y nada más
Por:© Luis Rafael Sánchez

Novelista y dramaturgo portorriqueño. Es autor, entre otras obras, de las novelas La guaracha del Macho Camacho (1976) y La importancia de llamarse Daniel Santos (1989). Texto publicado en Devórame otra vez. Recopilación de textos periodisticos de Luis Rafael Sánchez . Ediciones callejón, 2004.


El restaurante del hotel Barranquilla Plaza, que ubica en el piso numero veintiséis del mismo, se llama, redundantemente, Piso Veintiséis.

Apenas despiertan las estrellas y la noche arrecia, la altura del edificio y la sucesión de los ventanales del restaurante propician una vista inusitada de la muy caribeña Barranquilla: amplia, iluminada y chévere.

Poca novedad supone la amplitud y la iluminación en toda ciudad joven y actual se recrea la espaciosidad y la luz. Y a Barranquilla, una ciudad joven y actual, que apenas en el mil novecientos cinco pasa a ser cabecera departamental, le sobran las modernidades: el enjambre de edificios multipisos, el sinfín de lugares de distracción, los parques y las plazas donde procurar la recreación pasiva, un eficaz sistema de transporte terreno y aéreo, un estadio futbolístico de dimensión enorme, el encoleramiento que manifiestan los peatones y los choferes, la fluida convivencia de lo primitivo y lo moderno.

Basta añadir, a manera de resumen, que Gabriel García Márquez llama Barranquilla, vaya usted a saber si con ironía o ternura, la Macondo urbanizada.

¿Será por qué en Barranquilla, donde vengo a dictar la conferencia que inaugura la primera Feria del Libro de la Cuenca Caribeña, se armonizan los poderes de la magia desfachatada y los avatares de una realidad que espanta? ¿Será porque a una ciudad como Barranquilla, que prospera junto al Magdalena y el Caribe, la influyen sobrenaturalmentelas dulzuras del agua del río y las sales del agua del mar? ¿Será porque en cualquier bailadero o cualquier estadero, como llaman los barranquilleros las terrazas abiertas donde se bebe y se chacharea, se abren paso firme toda rareza y toda extraordinariez? Las preguntas sobran, las respuestas escasean.

No obstante, vale la pena recordar que las ciudades portuarias viven, en gran medida, bajo los efectos de la sorpresa y el asombro, siempre pendiente de los materiales insólitos y los sujetos extraordinarios que traen los barcos, siempre aldeanas y chismosillas. Por ejemplo: otro encanto de la encantadora San Juan Bautista de Puerto Rico radica en el hecho de que el nativo puede observar, en cualquier momento del día o de la noche, el aire de extranjería y exotismo que emana de los turistas ocasionales, en su gran mayoría pasajeros de los cruceros que surcan las islas de Barlovento y Sotavento.

Mirar a los turistas mirar un racimo de quenepas, mirarlos mirar una calle empinada como la de San Justo, mirarlos mirar un conjunto escultórico como la Rogativa, mirarlos mirar el pigüero como raspa la piragua, mirarlos embobarse ante el folklore doméstico supone un espectáculo provinciano, grato y gratuito.

Ojo: aparte de la omnipresencia Caribe, aparte que el calor se manifiesta con parecida fogosidad, aparte que los sanjuaneros y los barranquilleros se aplican, parecidamente, a escrutar a la gente con traza de afuerina y forastera, aparte del tropezón cotidiano con la extrañeza, la sorpresa y el asombro, Barranquilla se diferencia de San Juan de punta a punta.

Si San Juan configura un antiguo y magno escenario, donde se representa una delirante pleitesía al pasado, Barranquilla configura un novel y magno camerino donde se intenta mitigar el caos social que amenaza con arrasar el formidable país colombiano. Si a San Juan la altivece la justa leyenda de patrimonio artístico de la humanidad, a Barranquilla la desmerece la injusta leyenda de ciudad estrafalaria, la huérfana de un bien planeado y un bien llevado a cabo corazón urbano.

Pero, hablando en plata, ¿de veras la desmerece?

¿No serán, justamente, esos aires de un macondismo sui géneris, esos aires de cosa elemental, los sellos de una ciudadanía inconfundible y entrañable? La historia breve de la ciudad, que se asienta cuanto fue el pueblo de Barrancas de San Nicolás, agrada por breve, agrada por nada aspaventosa, agrada por común y por corriente. La noticia de que aquí un apellido ilustre no supone un cheque en blanco opera como señuelo de inmigrantes.

Ciudad de mínimos blasones pero de máximos sudores, a Barranquilla llegaron, a principios del siglo veinte, con la honrosa intención de doblar el lomo, los libaneses, los italianos, los alemanes, también los catalanes, entre tantas diversas nacionalidades en la demografía letrada del barranquillero Ramón Illán Baca se constata la multietnicidad sobre la que se yergue Barranquilla.

Ciudad al margen de los abolengos parasitarios y manganzones, a Barranquilla llegan hoy, principios del siglo veintiuno, miles de desplazados, como se clasifica a la población víctima de la violencia desarraigada, integrada por quienes sueñan con una vida menos traumática, menos dura, menos ofensiva.

Como al hambre no le gusta esperar, como los apremios del hambre llevan a la protesta ruidosa de las tripas, los miles de desplazados, una avalancha de pobres con el coraje suficiente para mostrarse esperanzados, no le hacen asco al trabajo. Por donde quiera se los ve, mercancía en mano, vendiendo las baratijas por las aceras del Paseo Bolívar y las aceras de la Calle de las Vacas.

O voceando las flores para los muertos en la entrada del cementerio Universal —una necrópolis poco arbolada y de sorprendente vastedad, en cuyos nichos se refugian los reambulantes menos cobardes, después que la noche se dispara hacia la madrugada. O se les ve apostando junto a los semáforos, requiriendo el permiso gestual del automovilista para lavar el parabrisas.

Por donde quiera se ven los miles de desplazados, doblando el lomo o empeñándose en doblarlo, dispuestos a corregir mediante el trabajo aquello que se llama, con trinos griegos, el destino. ¿Será que los miles de desplazados han sufrido el contagio de la cheveridad?, suerte de gracias que nimba a los barranquilleros.

Volvamos al primer párrafo. Allí apuntábamos que a Barranquilla se le nota amplia, iluminada y chévere desde el piso más alto de uno de sus hoteles más conocidos. Añadimos que la amplitud y la iluminación de Barranquilla son propias de ciudades jóvenes, actuales. Sin embargo, nos faltó comentar su rasgo temperamental destacado, un rasgo que da lugar a la palabra que frecuentan, continuamente, los barranquilleros: la palabra chévere.

Más que primoroso, más que gracioso, más que bonito, más que elegantón, más que agradable, que son los significados listados por el diccionario de la palabra chévere, la palabra nomina la satisfacción y la plenitud, la celebración sencilla de las cosas. La cheveridad, una especie de ontología con ribetes tercermundistas, describe unas experiencias amables, nada problemáticas.

La cheveridad proporciona solaz. Por ejemplo, chévere resulta la contemplación de las olas que se arrastran hasta la orilla de Pradomar, un recodo barranquillero de vigoroso espinazo popular, mientras la voz inconfundible y prístina del ídolo salsero Gilbertito Santa Rosa suplica, por cortesía de las rocolas y los altoparlantes: Que alguien me diga, cómo se olvida.

Disfrutarse una voz fuste y enjundia como la del caballero de la salsa, saborearse los momentos de solaz, persistir en enamorar la vida mal pague, son algunas de las experiencias chéveres, todavía posibles en esta Barranquilla cordial donde hoy me encuentro. Lastima que, junto a la restante Colombia, vez tras vez, a Barranquilla se la humille, se le encanalle, se le satanice.