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Ciudad: cuidado con el perrateo Es posible que nos escudemos frente al imaginario de ‘la ciudad alegre’ o de ‘el mejor vividero del mundo’para no ser capaces de asumir nuestro compromiso de construir una ciudad que podamos disfrutar sin tener que recurrir al mamagallismo.
Por: © Alberto Linero Gómez / Eudista Tomado de EL HERALDO
El libro del Apocalipsis, con su lenguaje críptico, nos presenta una ciudad como
metáfora preciosa de la realización humana: “Vi la ciudad santa, la nueva
Jerusalén, que bajaba del cielo, de la presencia de Dios” [1] y con su simbología la hace aparecer como el espacio en el que los hombres pueden convivir en virtud de la
realización de sus derechos [2]: “Sus puertas no se cerrarán de día y en ella no
habrá noche”. Esa es la ciudad de Dios. Esa es la ciudad de la alegría, allí los
hombres marcados por la plenitud no tienen que vivir preocupados por nada.
Algunas veces cuando veo la manera cómo hablamos de nuestra Barranquilla creo que estamos
en esa ciudad, cuando veo que la afirmamos como “el mejor vividero del mundo” y
cómo nos vanagloriamos de ella y de su ser ciudad; me la imagino como esa que bajó de la
presencia de Dios.
Lástima que mi imaginación se tenga que ver golpeada por la realidad
en la que estamos, que por cierto, en nada se parece a la descrita —a través de
signos que exigen una hermenéutica y una gramática para ser entendidos— en el libro
del Apocalipsis. Barranquilla no es la ciudad soñada. Está lejos de serlo. Eso no
significa que no la amemos y que no veamos sus grandes virtudes —que son virtudes de
su gente— pero no podemos presentarla como la realización de la utopía de ciudad en
la que comúnmente nos embarcamos. No entiendo ¿cómo se puede vivir con tanta alegría
en una ciudad caótica? Y creo, que la única manera es el doparnos con nuestra
“bacana” forma de ser.
"Barranquilla no es la ciudad soñada.
Está lejos de serlo. No entiendo ¿cómo se puede vivir con tanta alegría en una ciudad
caótica? La única manera es dopándonos con nuestra ‘bacana’ forma de
ser"
Me siento orgulloso de ser caribe y de tener la capacidad de ‘mamargallo’, me
encanta vivir en una ciudad —como Barranquilla— donde sabemos y nos
enorgullecemos de: sacarle chiste a todo a lo que sucede, de tratar con la misma
espontaneidad a todos los que nos encontramos sin importar las altas dignidades sociales
que tengan, y de gozarnos con explicaciones macondianas lo más terrible que nos pueda
pasar; pero sospecho que esa actitud ante la vida sea la causa primera de la gran mayoría
de tristezas que padecemos como habitantes de este territorio.
Me cabe la duda de que sea
esa bacanidad la que no nos permita establecer relaciones claras y distintas con las
reglas que la vida en común exige y la que nos condene a “sobrevivir” en una
ciudad hostil, agresiva y desarticulada que nosotros mismos vamos creando sin ningún tipo
de complejos. Sí, es muy probable que nos hayamos acostumbrados a ‘mamar gallo’
y a creer que con eso es suficiente, que es lo que se necesita para vivir feliz. Es
posible que nos escudemos frente al imaginario de “la ciudad alegre” o de
“el mejor vividero del mundo” para no ser capaces de asumir nuestro compromiso
de construir una ciudad agradable en la que podamos “estar”, a la que podamos
disfrutar sin tener que recurrir a mamagallismo en la que no tengamos que sentir los
miedos que nacen del acudir a un campo de batalla.
Lo peor es que, en este ambiente de folclórico desempeño del alegre ser, aquel que se
queja es inmediatamente estigmatizado con el rótulo de “amargado” y, claro, ese
titulillo no lo queremos poseer ninguno; por eso, aunque no nos guste el escaso nivel de
cultura ciudadana que vivimos, nos echamos a reír y tratamos de pensar que nada ha pasado
y que todo sigue bien.
Debiéramos sospechar de esta actitud que parece ser el relato que nos dice frente a todos
pero que a la vez es el que nos ayuda a mimetizar nuestros errores en la ciudad y en
nuestra propia vida. Esa actitud hace las veces de un “narcótico” que nos
aliena y nos enajena haciéndonos perder todo sentido de la realidad sumiéndonos en la
esquizofrenia que nos hace tener un imaginario de ciudad que no caza con la realidad de
las relaciones sociales en ella.
Es la manera como surfeamos la realidad y nos negamos a
la angustia cultural: “Yo acepto la hipótesis de la angustia cultural: hay una
angustia que van padeciendo las poblaciones a medida que, al salir de sus casas, se
encuentran con una ciudad que les pertenece cada vez menos; no sólo en términos de que
haya una privatización del espacio público, sino en el sentido de que se va borrando su
memoria, la ciudad en la cual nacieron, en la cual crecieron, una ciudad que era todavía
un gran palimpsesto que mezclaba la memoria de muchas épocas y que ha tenido un
arrasamiento de barrios enteros” [3]. Aquí no tenemos esa angustia cultural porque
no nos hemos hecho conscientes de los problemas de ciudad que tenemos porque el
‘perrateo’ nos ha mantenido lo suficientemente narcotizados como para darnos
cuenta de lo que sucede en nuestra ciudad y, en el hipotético caso de ser así le
encontramos un posible chiste o burla para no tomarlo tan en serio y así no pararle bolas
y seguir adelante.
No todo puede ser ‘perrateo’ e incapacidad de asumir una posición crítica y
comprometida frente a lo que a todos nos interesa, nuestra ciudad. Tenemos que darle forma
a la ciudad. Hay que pensar la ciudad. Pero esto no sólo se hace a través de una buena
planeación y de leyes claras y conscientes sino que se hace necesario una acción en el
hombre caribe, en el hombre que habita Barranquilla, una ‘metanoia’ que lo haga
asumir su relación con la ciudad desde una manera de ser que sin perder la
‘bacanería’ nos haga comprometidos y responsables de nosotros y de la ciudad
misma. Ya que somos los ciudadanos los que desde nuestras relaciones le damos forma a la
ciudad, no son las carreteras, los puentes. Lo que le da forma a la ciudad —como
diría Martín-Barbero— no es el hormigón sino las maneras como convivimos y no
convivimos. Es la cultura la que tenemos que transformar, sabiendo que esta —como
diría José J. Bruner— tiene que ver con la capacidad colectiva de producir
sentidos, afirmar valores, compartir prácticas e innovar. Tenemos que exorcizarnos de ese
imaginario y comenzar a generar procesos, dinámicas y usos que nos permitan llegar a
construirlo. Es urgente que nos demos cuenta qué es lo que tenemos y qué es lo que
nosotros mismos estamos generando. No podemos seguir asumiendo con tanta
‘cheveridad’ lo que necesita una actitud seria y responsable.
No estoy abdicando de nuestro ser caribe, estoy pidiendo que seamos capaces de no
confundirlo con irresponsabilidad y con una adaptación a todo lo malo que en nuestra
ciudad suceda. No se trata de perder la alegría que tenemos sino de ser capaces de
fundarla en experiencias urbanas verdaderas marcadas por la participación, que es la
manera de “amar” de verdad la ciudad, ya que sólo en la medida en que podemos
“usar”, “gozar” y no padecer y sufrir la ciudad, podremos hacerla
nuestra de verdad y comprometernos con ella desde una actitud humana distinta. El problema
no está en ser alegres sino en “entender” que ésta es nuestra ciudad y que
somos nosotros los que le podemos dar una nueva forma. Aquí no cabe ninguna mirada feudal
que parece ser la que nos domina por momentos. No hay señores mecenas que construyan la
ciudad —ellos se apropiarán de ella y le sacarán todo lo que pueda, como ha
sucedido históricamente— somos nosotros que como ciudadanos nos tenemos que dedicar
a construirla y hacerla el mejor vividero del mundo porque tenemos una ciudad segura,
donde el centro se presenta como eje en el que se afirma nuestra identidad, porque la
cultura ciudadana es la característica de nuestros conductores y que nuestro transporte
público está organizado, nuestros políticos son verdaderos servidores de la cosa
pública, así como que los barranquilleros confiamos los unos en los otros y tenemos una
gran responsabilidad social, y claro que seguimos siendo unos seres alegres y amables que
gozamos el Carnaval.
"No estoy abdicando de nuestro ser caribe, estoy pidiendo que seamos capaces de no confundirlo con irresponsabilidad y con una adaptación a todo lo malo que en nuestra ciudad suceda"
[1] Apocalipsis 21,1-26
[2] El derecho a la ciudad se manifiesta como forma superior de los derechos: el derecho a
la libertad, a la individuación en la socialización, al hábitat y el habitar. El
derecho a la obra (a la actividad participante) y el derecho a la apropiación (muy
diferente al derecho a la propiedad), están imbricados en el derecho a la ciudad”
Henri Lefebvre. El derecho a la ciudad. Barcelona, Península, 1968, p. 159
[3] MARTIN-BARBERO J., El lugar para renovar la democracia no es el Estado es la ciudad,
Revista
Teína, Abril-Mayo-Junio 2004 |