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   LOS CAMINOS DE LA CUMBIA

Ritmo pegadizo que invita al baile, letras insinuantes, proximidad corporal: tal vez por esto la cumbia sea la música que eligen los sectores populares para descansar de las dificultades cotidianas y vivir su propia fiesta, tanto en las bailantas porteñas como en los barrios latinos de los Estados Unidos. Pero más allá de este fenómeno, ¿cuál es la historia de un género tan poco estudiado?

Por © SERGIO A. PUJOL historiador y crítico musical
[Tomado de REVISTA todaVÍA # 13 | Abril de 2006]

Hace unos años, en un congreso de musicología, un investigador cuestionó públicamente una ponencia sobre música tropical. Con algún fundamento erudito, el objetor le preguntó a su colega –y en cierto modo se preguntó a sí mismo, en voz alta– qué tenía de tropical la versión argentina de la cumbia. El hombre quería saber si eso genéricamente conocido como “cumbia villera”, por ejemplo, podía considerarse un derivado de la música costeña colombiana. La intervención abrió una jugosa discusión sobre música, identidad y exclusión social –tres categorías muy mentadas en todo encuentro académico que se precie de tal–, pero sin que la inquietud primera tuviera una respuesta satisfactoria.

Volvamos entonces al asunto: ¿qué es la cumbia? ¿Acaso existe una esencia rítmica que unifique los diversos usos y proyecciones de un vocablo rápidamente asociado al baile social y a cierta picaresca de los sectores marginales? Si le hacemos estas preguntas a un colombiano, la respuesta nos desconcertará. En su país de origen, hoy la cumbia está asociada a lo viejo e institucional: esa danza que corona las ceremonias patrias... Sin embargo, en el resto de América Latina siempre remite a lo tropical, y en esto no parece haber matices ni excepciones, aunque luego pueda discutirse el grado de “tropicalidad” (por razones obvias no podemos utilizar aquí el término “tropicalismo”) de cada caso. Desde su instrumentación hasta sus pasitos de caderas voluptuosas, desde su célula rítmica de dos golpes y medio por tiempo hasta la sexualidad desembozada de sus figuras, todo se nutre del imaginario tropical. O mejor dicho: de un Trópico imaginario, acaso degradado.

No se requieren encuestadores adiestrados para asegurar que la cumbia es la fiesta de los postergados, de aquellos que pueblan el ancho mundo de la exclusión social y sus inquietantes bordes. En ese sentido, es la música de la reparación simbólica: la vida podrá ser un infierno, pero al menos nos queda el baile y sus fantasías de destinos más llevaderos, más despreocupados. Mientras los suplementos de turismo de los diarios buscan tentar a los sobrevivientes de la clase media argentina con viajes en cuotas al verdadero Trópico, en las pistas de Constitución, Once, Palermo y tantas estaciones del interior, lo tropical, eso que se baila con la mayor proximidad corporal posible, en oleajes sexuales, sigue marchando y congregando a los que sólo viajan en colectivos y vagones de tren. En ese punto, la cumbia se da la mano con la música de los cuartetos en el colectivo bailanta.

Es una realidad conocida. Un popular programa de televisión especializado acaba de instalarse en el canal estatal, y ese otro que se emite los sábados sigue invitando al baile de la función vermut. Las estrellas del género ya no van a los santuarios de la clase acomodada, como sucedía en los noventa, y el periodismo sólo se acuerda de ellos cuando saltan a la página de policiales. Pero el espectáculo continúa y sus seguidores cuentan los pesos para la noche, para el paliativo de los cuerpos que “aguantan”. Como escribe Esteban Rodríguez: “La cumbia pone de manifiesto la tensión que convive en el conurbano. Entre la sensualidad de la música y la distorsión (impertinencia o descolocación) de las letras, la cumbia no dejará de dar cuenta de lo que vienen cribando los cuerpos” (Estética cruda, 2003).

La elocuencia musical Pero lejos de ser una particularidad de la pobreza argentina, la cumbia brota en todas partes, siempre entre el mercado más alienante y la fuerza identitaria. Hay cumbias en Bolivia, en Chile, en Ecuador, en El Salvador, en México... y también en los Estados Unidos, de la mano de millones de indocumentados que se atrincheran en los barrios latinos, viviendo los fines de semana entre los burritos y tacos que queman el paladar y las cumbias norteñas que calientan los cuerpos. Es evidente: en todas sus versiones, en todas sus geografías, el género expresa la tensión entre la sensualidad de la música (baile) y las letras, ora obscenas, ora policiales.

A su vez, en estos últimos tiempos, la discografía más interesante del continente se ha dejado impregnar por la lubricidad del ritmo, en un interesante giro hacia el interior de lo popular. No se trata de una estilización –no se puede estilizar una cumbia, del mismo modo en que se estilizan tangos y boleros–, sino más bien de una adopción coyuntural, que mucho tiene de política. Hagamos un rápido inventario de adopciones recientes: Carlinhos Brown (“Cumbiamoura”), Lila Downs (“La niña”), Manuel Galván (“Caballo viejo”), Mimí Maura (“Vente conmigo”), León Gieco (“El ángel de la bicicleta”) y una buena parte del repertorio de Bersuit Vergarabat de los últimos años.

En todos esos casos la cumbia se hace presente como música emblemática de los excluidos, si bien cada músico hace su propia lectura o su propio uso de la especie. Si para Lila Downs la marcación tropical representa el drama de tantos inmigrantes latinos en los Estados Unidos, Gieco se apoya en el ritmo para poder contar de un modo naturalista quién fue Claudio “Pocho” Lepratti, el joven asesinado por la policía de Santa Fe mientras trataba de cuidar a los chicos del barrio de Flores. Por su parte, el popular Rigo Tovar no duda en mezclar cumbia con rock and roll, en un momento en el que también arrecian versiones cruzadas con rap. Quizá sea esta variedad de referencias y de intereses, siempre a partir del sobreentendido tropical, lo que le permite a la cumbia ser tan ubicua, tan francamente latinoamericana, un poco de todos, un poco de nadie. Su elocuencia musical no pertenece al orden de las identidades locales, ni al de las nacionales: su identidad es la de los pobres, la de los pibes chorros y la de las damas gratis, estén donde estén. A diferencia de casi todos los géneros de música popular constituidos en América Latina entre finales del siglo XIX y comienzos del XX, la cumbia carece de abolengo patrio. Como dijimos, los propios colombianos sólo se reconocen en ella parcialmente; prefieren hablar del vallenato y el pasillo a la hora de citar sus músicas vernáculas, y de champeta, currulao y tambora, para nombrar los ritmos que bailan en la actualidad.

En la parábola de “lo tropical” no hay relatos de un antes y un después, como sí sucede con el samba, el tango y el son, géneros que hicieron el pasaje de “danzas sucias” a ritmos nacionales, según lo explica John Charles Chasteen en su reciente libro National Rhythms, African Roots, (2004).

Genealogía de un baile Con tan pocos historiadores y exégetas que se ocupen de ella, la cumbia parece estar presa de un presente continuo, sin historia, sólo viva en los cuerpos que la bailan y las voces que la frasean. En ese aspecto, su situación se asemeja a la de las músicas anónimas, y no debe sorprender que el aprendizaje de su danza pueda tener como primer ámbito las cunas de lo tradicional. Por ejemplo, en la Argentina es común encontrar pasión por la cumbia allí donde se frecuenta el chamamé o la chacarera, como si el tránsito de las especies telúricas a lo tropical fuera una consecuencia natural. Algo similar sucede con los bailes folclóricos en Bolivia, Perú y más al norte. En esos ámbitos, nadie se pregunta cuánto de auténticamente tropical tiene ese baile que desborda las pistas de tierra en alianza con los estilos del folclore.

Sin embargo, los memoriosos recuerdan otra cumbia, acaso la madre desconsolada de la actual. A comienzos de los cincuenta, cuando el mambo hacía estragos en las boîtes, la cumbia florecía en la costa colombiana. Eran los años de “La cumbia sampuesana”, “La pollera colorá” y “Se va el caimán”. Estos temas y muchos otros se bailaban con fruición, casi tanto como los que venían de Cuba. De esa primera influencia nació el grupo Los Wawancó. Con sus acordeones y percusiones, Los Wawancó llevaron el ritmo colombiano por todo el continente. En realidad, sus miembros eran oriundos de distintos países, y este rasgo ecuménico fue como un anuncio de lo que vendría. Su director Mario Castellón era de Costa Rica y sus compañeros provenían de Perú, Chile y Colombia. En la Argentina fueron muy populares, a partir de temas como “La banda borracha” y “Villa Cariño”, plantando así la semilla de ese boom de la cumbia en los sesenta. De allí surgió, por ejemplo, “El orangután” de Chico Novarro, justo cuando un conocido chamamecero como Fernando Bustamante cambiaba de género y la banda de jazz los Swing Kings adoptaba el nombre Los Cinco del Ritmo para dedicarse a la música tropical.

Esos sonidos caribeños aún no estaban identificados con la pobreza y la marginalidad. Por el contrario, era chic danzar con cumbias en las boîtes de Martínez y San Isidro. Incluso la exclusiva Mau Mau llegó a tener sus “veladas tropicales”, con los éxitos de Los Wawancó y Los Cartageneros, si bien por entonces ya empezaba a delimitarse una zona más popular.

Curiosamente, el itinerario social de estos bailes correría en sentido inverso al habitual. Si el tango y sus coetáneos irían de la oscuridad de los orígenes a la consagración nacional, la cumbia acompañaría significativamente el proceso de pauperización social de América Latina. En el plano de la estética musical, esta pauperización fue por demás evidente, dejando en el camino aquel encanto afroamericano de sus comienzos, cuando todo parecía estar gestándose en los confines del Caribe.

Bailar en los cincuenta y sesenta, bailar en el siglo XXI: la suerte de la cumbia parece ser una metáfora contundente de los avatares sociales de América Latina, y esto explica tanto su persistencia como su carácter revulsivo, su adscripción al mundo de los desclasados. Ellos no dejan de bailar, porque mientras haya vida habrá fiesta, a pesar de todo. La misma palabra habilita el uso social, según consigna Isabelle Leymarie en su libro Du tango au reggae (1996). Cumbia: de la voz cumbé, quizá de Angola. O mejor aún: cumbianba, esa fiesta sin fin. •