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Capitolio / La Habana


Ensayo breve de La Habana Grande - II
Por: © Julio Pino Miyar

Especial para CARIBANIA_magazine

“El soñador ha visto que el mar se le ilumina,
y sueña que es la muerte una ilusión del mar”
Antonio Machado

II

“Bienvenido al Club de los poetas muertos”; así me previno en el autógrafo de uno de sus libros, cuando me vio llegar a su casa proveniente del extranjero, la esposa de un excelente amigo, la poetiza Caridad Atencio.

Pero La Habana es una de las ciudades más bellas del mundo, su serio deterioro lejos de afearla, le posibilita existir en otra dimensión más humana en cuanto más intensa, como un lugar que emprende cada día la gigantesca tarea de sobrevivirse a sí mismo, tentando al Cielo que padece fuerza y a los hombres y mujeres que la habitan en su cotidiana pobreza. Una Ciudad que se quedó detenida en el tiempo junto al mar que la encierra y a la vez la ennoblece; acuclillada, sumida en su largo sueño profano y la gracia hiperestésica de su vivir desesperado. Extenuante es en realidad aprenderla a caminar para llegar a poseerla en cada esquina; en sus callejuelas inadvertidamente misteriosas y sensuales; en cada barrio habitado por jóvenes irreverentes y bulliciosos, secundados por ritmáticas músicas estruendosas, los cuales se sientan sempiternamente ociosos, y a veces sin camisa, en los quicios de las puertas, y en las deterioradas aceras, por las que por debajo se cierne una estancada agua albañal.

La Habana es como un sudor promiscuo que se impregna y baña de sales la piel, y como una exuberante enredadera tropical donde sus lianas acarician el cuerpo mortal de la concupiscencia. En pocos lugares sobre la Tierra las gentes blasfeman tanto como en esa Ciudad. Casi no hay ningún barrio habanero que no esté subordinado a esta escena fundamental de lo popular desacralizador. La Ciudad es como un inmenso país mulato de inteligente gracia extrovertida, plagada de decires y refranes, movimientos espasmódicos de zambito, pródigas alegrías, resguardos benditos y regalos de alelíes de no me olvides.

Hay una vieja y recurrente historia de un hombre largamente ausente que peregrinó hacia su ciudad natal, para buscar allí lo que le había profetizado hacía muchos años una sibila. La sibila vivía en la zona metropolitana, a sólo unas cuadras del Hotel Nacional, del clásico restaurante el Monseñor y frente al Salón Rojo del Capri. Obviamente el viajero no encontró la fortuna que buscaba, la había dejado atrás. Allí sólo encontró palabras, palabras irónicas en cuanto ubicuas, contradictoriamente puras con las que quizás se pudiera construir una futura escritura. Érase una vez una mujer desnuda frente a su espejo, sumida en el largo éxtasis que trae la contemplación de sí misma, una mujer como La Habana, como una virgen que yace fascinada ante la belleza de su imagen, ante su propia leyenda incomprendida. Un viejo retrato en sepia, como una apariencia de realidad, casi como una revelación en ciernes. Una verdad absolutamente pasional. Una mujer blanca y desnuda vislumbrada a medias en la derrota invertida del espejo.

La Habana es uno de los paraísos del Art Decó, de lámparas coloridas que penden graciosas del techo y una doncella de trenzas rubias bajo su luz, cual una pintura de Fidelio Ponce. Es una Ciudad de decorados exteriores e interiores que implican un concepto más amplio de arquitectura y urbanización. Y como todo paraíso es un paraíso que se pierde, que se pone en crisis y se nos deshace, víctima del deterioro que hoy sacude a gran parte de las fachadas de los edificios. Pero La Habana es esencialmente una ciudad ecléctica. Neoclásicamente ecléctica. Abundan en ella los falsos estilos, los estilos tardíos. Las yuxtaposiciones de conjuntos y de órdenes. Hay incluso influencia de la arquitectura neoyorquina en esas casas hechas para un invierno que no existe, con portales de escalera para alejar de las puertas la acumulación de la nieve. Pueden verse abundar estos anacrónicos estilos en barrios con nombres tan llamativos como Santo Suárez y La Víbora.

El antiguo Zoológico de La Habana se encuentra en la importante Avenida 26, en uno de los más grandes repartos residenciales, situada al Sur del Vedado. Hoy el parque es un lugar atendido a medias, donde los simios enjaulados resultan figuras balbucientes y estrafalarias que nos suplican detrás de las rejas sobreviviendo encima de su propio abandono. Mientras el gran cóndor parece taciturno ocupar el mismo lugar que ocupaba hace más de 30 años, cuando las personas de mi generación le visitaban cuando niños.

La maestra Rita Longa construyó hace mucho las hermosas esculturas que hoy adornan la entrada del Zoológico, la de los tres clásicos venados, la simbólica familia. Paideuma es una palabra, un concepto que invita al juego, al juego primigenio. El del niño convertido en el Gran artesano, en el Maestro artífice. El viejo parque Zoológico de La Habana era el lugar preferido para liberar el Paideuma, la poética del sentido que remite a la inocencia de una infancia que he perdido y que percibo añeja en la tristeza de los animalejos olvidados y en una frase encontrada entre las ruinas de mi memoria: La Ciudad carece de Amantes. Ya los enamorados no visitan los parques.



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