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Capitolio / La Habana


Ensayo breve de La Habana Grande - III
Por: © Julio Pino Miyar

Especial para CARIBANIA_magazine

“El soñador ha visto que el mar se le ilumina,
y sueña que es la muerte una ilusión del mar”
Antonio Machado

III

Pero no nos engañemos, no es culpa de nadie. Es el tiempo. La culpa es del que subscribe este texto que se ha vuelto muy viejo para poder alzar la vista y ver los globos de colores o saborear el algodón de las nubes. Es una verdadera lástima que tan hermosa urbanización, tan inteligente diseño de callecitas, arboledas y merenderos no reciba la atención que merece. El Zoológico era un antiguo lugar para las aves, los flamencos de patas coloradas y las iguanas que desandaban libres por sus jardines. El Zoológico, casi me atrevo a suponer, era también como un importante ecosistema de la Ciudad hoy desatendida.

Cercano a esta zona residencial pasa el río Almendares en viaje hacia su próxima desembocadura, cruzando un alto puente el cual vuelve a dividir a La Habana en dos. Por debajo de ese puente está el Parque que lleva el nombre del Río y un lugar boscoso formado por tupidos árboles que crecen libremente, como si fuesen helechos gigantes, a merced de la gran humedad que impregna esos valles; colinas y desfiladeros que conforman, en la práctica, un pequeño bosque lluvioso que funge como el pulmón verde de la Ciudad. Es difícil encontrar tantas tonalidades y matices de verde como en esos bosques que proliferan a la vera de los acuáticos meandros en esa zona citadina y paradójicamente tan agreste. Son las llamadas alturas del Nuevo Vedado. Todos los desagües de las calles colindantes corren hacia un mismo sitio, hacia el profundo ventisquero formado por altísimas paredes de canto, por las que por debajo se desliza el agua verdinegra, maloliente y cenagosa. Desde lo alto de las colinas se distinguen en la mañana brumosos paisajes de extensos pinares que crecen sobre un suelo arcilloso, rocoso, pródigo en húmedas cavernas y aguas subterráneas. Probablemente en tiempos de la Colonia debió existir allí algún tipo de asentamiento, cosa que es difícil de imaginar dado lo intrincado de la región. Pero pequeñas construcciones de piedra muy antigua cubiertas de lino, como pequeños anfiteatros al modo de hemiciclos griegos, se puede apreciar que se levantan sobre el amplio suelo de alta y mullida vegetación.

En alguna ocasión me he preguntado, fiel a las rememoraciones ensoñativas de la adolescencia y puntuando el estribillo de una pegajosa canción pop inglesa de los años 60’, si desandando el río Almendares en su curso invertido no se ha de llegar al reino milenario de Katmandú, situado esta vez en tierras de la mítica Atlántida. El mismo utópos del que nos habla el griego Platón en sus diálogos del Fedro y el Cratilo.

Si se sigue la pista del río Almendares desde esa zona se llegará muy pronto al viejo reparto de Puentes Grandes, que fiel a su nombre connotan sus paisajes con pintorescas pasarelas. Es un barrio pobre ubicado al Sur de La Habana por donde pasa el Río proveniente del sumidero de Batabanó. Puentes Grandes fue un lugar, a principios del siglo XX, muy visitado por pintores. Sus paisajes acuáticos tematizaron la pintura cubana de tendencia impresionista de ese entonces. Y existe allí aún un extraordinario lugar de solaz: Los Jardines de la Tropical construidos en los alrededores del Río, al lado de una antigua fabrica de cerveza de la que hoy queda sólo su inmenso casco arquitectónico de impresionante estilo modernista. Abundan en el lugar los emplazamientos en piedra, graves pasajes de columnas terminadas en cornisas que se funden con el follaje, integrándose orgánicamente con las extensas arboledas y vetustas escalinatas que descienden, desde las altas terrazas de granito, hasta las márgenes polucionadas del Almendares.

Uno de los afamados cuadros que posee, en su notabilísima exposición permanente El Palacio de Bellas Artes de La Habana, es “La Siesta” de Guillermo Collazo, pintada en 1886. Una mujer joven duerme placidamente recostada en su diván, al borde de una abierta terraza que domina el mar y donde predominan los colores tierra; se ven hojas secas, otoñales, esparcidas sobre los amplios mosaicos del piso y bajo las grandes arcadas de una mansión sin dudas señorial. Es el sueño placentero de una burguesía criolla que tuvo, en algún momento de su historia, la innegable sensibilidad para propiciar la construcción de una las ciudades más bellas y originales del mundo. Hay una segunda pintura de Collazo tan hermosa y sugerente como la anterior “Mujer junto al mar”.

El mar que se contempla es plomizo, crepuscular, tanto como el atuendo anacrónico de la mujer, una visión más típica de los paisajes nórdicos que de una región tropical. Era cuando aún nuestra pintura nacional no había definido su objeto y lo veía sólo a través de una educación y un prisma fundamentalmente europeos, desde una óptica y una tradición importadas, que tuvo su cristalización en el magisterio de la escuela de arte de San Alejandro. Lo mismo sucede y abunda a fines del siglo XIX con las ilustres marinas de Chartrad. Lo que quiero evidenciar con esto es que La Habana fue concebida para el lujo de nuestra burguesía histórica, la cual construyó en América, en la mestiza y arcaica región mediterránea del Caribe, una ciudad dotada de una ambientación esencialmente europea, española; una España Borbónica y Sarracena; español afrancesada; francés españolizada.

Nuestra burguesía criolla, a principios del siglo XIX, fue la clase social más adinerada del continente latinoamericano. Las extensas plantaciones de azúcar permitieron el fenómeno económico, típico de la etapa industrial del desarrollo, de una gran concentración de tierras, mientras las máquinas importadas fomentaban una nueva división del trabajo. La pintura geométrica de Laplante, concebida sobre el tema de los ingenios azucareros, es casi como una pintura futurista que anticipó en nuestro país el geometrismo de Paul Cezanne. Puede decirse entonces que dinero, concepción del futuro y una extraordinaria sensibilidad, fueron en su momento coautoras de la ciudad de La Habana.

La Ciudad posee dos importantes calzadas que haciendo la función de anillos la ciñen desde el Sur. La Calzada de 10 de Octubre y La Calzada de Zapata. La primera calzada se desplaza desde la antigua barriada de Santo Suárez, hacia las cercanías de la zona portuaria plagada de industrias, cuyas arquitecturas de hierro y ladrillo ofrecen imperativos perfiles modernistas. La segunda calzada comienza en los límites del suntuoso cementerio neoclásico de Colón, para convertirse después en la Avenida de Carlos III y finalmente en la calle Reina que desemboca en lo que fuera, en la primera mitad del siglo XX, el gran centro urbanístico de la Capital.

Centro urbano conformado por los alrededores del Parque Central, el clásico Cine Pairet, los tradicionales hoteles Sevilla y Telégrafo, la acera histórica, llena de remanentes culturales, del Louvre, y la alameda del Paseo del Prado que con sus esculturas de leones en mármol desciende gravemente hasta el mar. Como edificaciones centrales de este suntuoso complejo citadino, se levantan el Teatro Nacional y El Capitolio, esta última antigua sede legislativa de la República que fue diseñada a imagen y semejanza del edificio del congreso norteamericano en Washington. Original Capitolio que fuera construido como remembranza de la Piazza del Campidoglio de la antigua República Romana. Abundan mucho estos tipos de edificaciones parlamentarias en Estados Unidos y América Latina, aunque nuestra edificación capitolina, por sus magnificas proporciones monumentales, se convierte de hecho para mí, en la apoteosis del neoclásico cubano.

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