BAILE


Por ANDRES SALCEDO


Tomado de EL HERALDO

Si algo identifica al hombre caribe es su propensión al baile, su talento, su pasión por este arte epidérmico, que entre nosotros es epidémico todo el año. El baile, para el costeño, es una necesidad básica y un impulso de la sangre.

El baile apareció por estas tierras antes que el verbo y que la gravitación universal. Nuestra innata aptitud para casi todo tipo de baile puede comprobarse en cualquier fiesta de barrio o pueblo, club o verbena, plaza o callejón, viendo moverse, con pasmosa destreza, a niños que acaban de dejar el biberón y a ancianos que regresan a él.

Estoy por creer que el primer hombre surgido de la crisálida del último orangután darwiniano, fue el verdadero colonizador de estas desmesuradas regiones próximas al mar, y de él heredamos su cintura mutante y su urgente sensualidad.

Aquí en Barranquilla bailamos todos los ritmos situados entre el vals y el zambapalo y todo lo festejamos bailando. El baile es aquí un rito y una gratificación. Nos desinhibe, nos saca del caparazón, nos devuelve a la jungla de los sexos. Así ha sido siempre. Sobre todo en los barrios populares, donde hay más sensibilidad para la exhibición del cuerpo y el lenguaje corporal está más desarrollado.

Asistí al primer baile cuando todavía no me había salido el bozo. Era época de precarnaval y había tanta gente dentro, bailando, como mirones atiborrando la acera, aferrados a las ventanas, siguiendo cada detalle del baile, a veces criticando en voz alta la chambonería de algún bailarín, su pantalón cojepuerco o su pelo empegostado de brillantina. A algunos mirones se les veía, en los ojos empequeñecidos, que venían de fumar marihuana. Miraban un rato y se iban y su lugar lo ocupaban los que iban llegando. Y no faltaba el “timbrador”, en larga e inquieta espera del anca mansa donde recostarse.

La música que hacía bailar a la gente en la época en que yo aprendí los primeros pasos la cocinaban los Fuentes en Cartagena y Emilio Fortou, el injustamente olvidado magnate currambero del disco.

En aquel primer baile pude por primera vez apretujar a una chica coreando en su oído los versos del disco. El clima que creaban esos versos ridículos y a la vez oportunos, me permitía acercarme a esa cara de juvenil tersura, palpar el sudor en ese cuello y hundir la mano entre esas lomas. “Aunque me cueste la vidaaa...”, insistía Alberto Beltrán en el picó.

Esos bailes de barrio han sido sin duda, la escuela elemental donde aprendimos a darle gusto a la carne moviéndola y acompasándola a las vibraciones y ondulaciones, a los ímpetus y retraimientos del otro cuerpo. Y por supuesto también han sido nuestra primera escuela sentimental. Sobre esos pisos de baldosa o de cemento regado con creolina aprendimos a meter el deseo en cintura, a disimularlo, sublimarlo y reprimirlo civilizadamente.

Hoy, al recordar aquel tiempo de hormigueantes hipocresías, encuentro más que risible nuestra presencia en esos bailes. Nosotros, los pelados, parados junto a una pared, algunos en actitud de gallitos de pelea, todos mirando de reojo y con recelo hacia el lugar donde estaban sentadas las muchachas, imagen viva del lo recatado imposible.

Los muchachos nos mirábamos como enemigos enjaulados. Entre los conocidos del barrio nos codeábamos o nos picábamos el ojo, para darnos ánimo. En el fondo, muy secretamente, esperábamos que se produjera el milagro de que fueran ellas las que nos sacaran a bailar.

Mi aprendizaje en los bailes de San Roque me fue después de gran utilidad. Es como si me hubieran dado cuerda para toda la vida. Gracias a esa temprana experiencia logré atravesar airoso la edad de oro de las discotecas en la rockera y bullente Europa de los años setenta.

La discoteca El Gaucho quedaba no lejos de Barbarossa Platz, la plaza adonde llegan y salen de Colonia los trenes que llevan a los pueblos cercanos. Funcionaba en un sótano penumbroso, donde el humo de los cigarrillos se mezclaba con el que brotaba artificialmente de los invisibles surtidores del techo. Franjas de luz sicodélica nos convertían en alucinadas cebras noctívagas. Diana Ross, Abba, Jackson Five y la buena salsa dura de aquellos años no daban tregua. Bebíamos pisco sauer en copitas de barro y lo pasábamos con cerveza koelsch. Agarrábamos el talle de las nenas con una mano que se volvía cada vez más confianzuda y resbaladiza.

En la puerta del local, Cávolo, el inflexible portero italiano, leía eternamente la Gazzeta dello Sport, que venía en papel color naranja pálido. Cuando el local estaba lleno, no había forma de sacarlo de su lapidario “Niente”. Había que buscarse otras alternativas.

Al local se entraba por un pasillo alfombrado que conducía directamente a la barra en L, donde el simpático y clavijero barman Charlie Simoes, portugués e hincha del Benfica, agitaba la coctelera y nos señalaba con el rabo del ojo las chicas que habían llegado solas y buscando pelea. Su ojo entrenado descifraba al rompe lo que decían esas miradas azules enmarcadas en rimel, de esas chicas liberadas —y libertinas— de los años 70.

Después de la barra seguía la pista y un pequeño escenario redondo donde, tras las calientes y ensordecedoras tandas, emitidas a través de unos 12 bafles dispersos por el local, un trío formado por dos guitarras y un par de maracas — un paraguayo, un portugués y un tico— tocaba lo que le pidiera la concurrencia. Obviedades del estilo de Noche de Ronda, Porompompero o Se va el caimán, que se prestaba para que cada quien, desde su mesa, interviniera improvisando versos que se iban haciendo cada vez más verdes.

A veces, el que cantaba en las pausas, de poncho y sombrero negro alón, era el dueño de la discoteca, Carlos Santillán, un argentino de voluminosa barriga y barba de payador, a quien todos llamábamos Don Carlos, con el respeto debido a los dioses de la noche.

En esa discoteca conocieron a las que hoy son sus esposas, la mayor parte de mis amigos de entonces, incluyendo al propio Don Carlos. Allí acudían los latinos que habían echado raíces en el país y los recién desempacados. Y allí festejaban su despedida los que volvían a sus países cuando terminaban sus estudios o caía el dictador que les había señalado el rumbo del exilio.

Don Carlos le daba trabajo al que lo necesitara (el pereirano Tilín lavaba los platos, yo mismo fui disc jockey por un tiempo) o les financiaba el pasaje de vuelta a sus países a quienes se quedaban a la deriva en medio de algún riguroso invierno alemán. Las pequeñas y grandes desgracias de los emigrantes latinos lo conmovían y le hacían ver lo bien que lo había tratado la vida a él desde el día en que salió de Catamarca con la guitarra al hombro.

Don Carlos y nosotros sólo nos veíamos de noche, bajo aquellas cambiantes luces cómplices de la discoteca. Una tarde, cuando veníamos saliendo de un supermercado mi buen amigo venezolano Pedro Eitz, alias El Chori y yo, nos tropezamos con él en el parqueadero y ambos vimos cómo los ojos de Don Carlos se esforzaban por reconocernos. Cuando por fin lo consiguió nos lanzó en la cara esta desmoralizadora sentencia: “Che, no sabía que ustedes eran tan feos”.

Y como le respondimos que a él tampoco es que le favoreciera mucho la luz solar, apeló a la filosofía del tango: “Bueno, pero feos y todo nadie nunca nos podrá quitar lo bailaos”. Algo en que los tres estuvimos de acuerdo.

  CARNAVAL | INICIO




























.