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Así era el Carnaval de Barranquilla

Por JOSE FELIX FUENMAYOR
Tomado de Intermedio [Diario del Caribe] 10 de febrero de 1985

"Hace muchos años, ya muchos, Barranquilla naciente, ciudad botón, creó su carnaval, el carnaval de Barranquilla. Entonces, en aquel entonces, el carnaval tenía color de motín, y tal vez fue ideado a imagen de la revolución. Distintos grupos planeaban en secreto sus golpes, designaban sus jefes y aclamaban sus reinas para las cuales levantaban tronos públicos en los barrios de la población.

Desde el primer día –el domingo- columnas de facciones patrullaban las calles y perseguían y apresaban a los civiles exigiéndoles rescate para la restitución de la libertad. Principalmente –y esto relieva mejor la asonada- corrían a las autoridades del lugar; y más de una vez se halló un alcalde atado al palo de Vara Santa lleno de feroces hormigas, que los conjurados llevaban consigo para tal uso.

Más tarde se iniciaron las primeras transformaciones. Barranquilla se iba abriendo en flor. Pero aún era propicia para que los enamorados se consolaran con el "de domingo en domingo te veo la cara". La cara y no más; porque el resto salía de misa muy tapado.

Y todas las mañanas, al levantarse, y todas las noches al tenderse en la cama, los barranquilleros nos decíamos: "Está lejos el carnaval" o "se acerca el carnaval", o "ya tenemos encima el carnaval". Hasta que una mañana el sol, después de su baño y en el mar y en el río, gritaba –todos lo oíamos-:

¡Veinte de enero! Veinte de enero, día de San Sebastián, / el mismo en que cumplió un año Tomasita
y este maldito caimán / viene ahora y me la quita.
Era el día de la apertura de la temporada, al cual se daba solemnidad con la Batalla de Flores. En la tarde, por las cuatro, comenzaban a aparecer en las dos vías del camellón Abello los primeros jinetes de la cabalgata –la cabal gata que según el gran Honorio Alarcón, terminaba siempre en cabal perra. Chiste de otras épocas, pero una verdad de carnaval, es decir, una verdad todo el tiempo. Se veían allí caballos de todos los pelos y trazas, desde bayos con parte de burros hasta aerditos con humos de león; y desde el penco o jamelgo hasta el corcel. Y los había caracoleros y coceadores, mas no con peligro: la arena blanda, el recibimiento mullido, los seguía por debajo de todas las calles.

A eso de las cinco llegaba la reina y sus damas en las carrozas y a ellas acudía la cabalgata dividiéndose en escoltas para guardarlas. El desfile general arrancaba del Camellón Abello y recorría la ciudad. Los coches iban todos adornados, unos de cualquier modo y otros artísticamente, semejantes a canastas de rosas, o a cisnes, o a mariposas, o a barcas en un pedazo de mar. En ninguno se montaban los monstruos o espantajos del carnaval de Venecia, pues en cuanto a este renglón de extravagancias nos conformábamos con alguna que otras cabeza de cochero con bigotes que sobresalían entre las flores. También aparecían los humorísticos y para estos se utilizaban más los carros de mulas. Tal vez algunos señores ya viejos o medio viejos, recuerden uno que descarados jóvenes arreglaron como jaula y metidos dentro se hacían los turpialitos y bebían alpiste en botellas.

En la Batalla de Flores todas las armas se estimaban nobles o al menos válidas: las flores mismas, cáscaras de huevo rellenas de anilina, confeti, maizena, virutas, serpentinas, confite y guineos pelados. Desde luego, a las damas se les trataba con todo miramiento; aunque más de una ocasión algún guardia de las carrozas de la Corte, echando pie a tierra tuvo que fajarse a trompadas con un impertinente.

Al fin la oscuridad de la noche niña –diremos así, pues se ha aceptado el niño día- ordenaba la disolución de la Batalla de Flores. Y poco después se daba el gran baile.

Si la mañana siguiente al 20 no era la de un domingo, todos volvían a su ordinario trabajo, se entregaban a su labor rutinaria pero su espíritu era otro. En su alma quedaba encendida una gran luz: el recuerdo de la Batalla de Flores. Aquella época era romántica. ¿Cómo explicar hoy que aquellas Batallas de Flores dejaban en el pecho hasta la embriaguez por causas tan leves, tan bellas como el surtidor de colores de una serpentina que nos enlazaba, o una sonrisa distante que sentíamos cerca; o una flor aérea que volaba hasta nuestras manos?

Del día de San Sebastián al domingo de quincuagésima iba un trecho más o menos largo, pues tal domingo es fiesta movible. Ahora esa separación la hizo fija –de treinta días justos- una ordenanza que convirtió en fiesta movible también la fecha inicial del carnaval. Y aquel trecho era el período de los asaltos, que tenía sus leyes de honor, como la de que no se atacaba a las familias pobres y la de hacer siempre la guerra avisada. También formaba parte de ese catalogo de normas "echar el resto" los asaltados. Persistían en estos actos las imágenes marciales: presentábanse las huestes a las puertas de la fortaleza; un emisario prevenía al enemigo; a confeti y serpentinas se entablaba la lucha primero en las afueras, luego dentro de la propia plaza y al fin la banda de música tocaba el himno de la victoria.

También en esos días las danzas se dedicaban a ensayos generales por las calles de la población las grandes y en los patios las pequeñas. Los pasos, evoluciones y maniobras de estas danzas eran muy complicadas y convenía que los veteranos, desoxidándose ellos mismos del año de inactividad coreográfica, instruyeran a los reclutas sobre el terreno. En estos ensayos se usaban los vestidos corrientes. La enseñanza de cómo llevar los arreos de carácter se practicaban en privado.

Pero .... los tres días constituían la cuestión. Al amanecer del domingo de carnaval se desarrollaba en los barrios la ceremonia de las Pilanderas. Un pilón y su mano se llevaban de puerta en puerta para despertar a los vecinos remolones. Majaban fuerte y cantaban:

Pila, pilandera / que nos coge el día
los bollos calientes / son pa’ Rosalía.
No se encuentra fácilmente el propósito de esta estrofilla en tal ocasión, fuera del verso "que nos coge el día". Pero, pensándolo mejor, hallamos también oportuno lo de bollos calientes. De todos modos, es cierto que la canción y los golpes de pilón llenaban de júbilo la mañana; y los perezosos durmientes, levantándose presurosos, salían y se sumaban a la bulliciosa tropa de Las Pilanderas. Las gentes del centro, listas desde muy temprano sin la llamada de la mano de pilón, en espera de la hora de los paseos. Consistían estos en andar a pie las calles por parejas, con el Capitán y la capitana al frente. Para la gente menuda, los mosquitos, el jefe era siempre una persona de edad que magnánimamente se prestaba al papel y era garantía ante la familia de las niñas, del buen comportamiento de los revoltosos muchachos. Los mayorcitos y mayores también tenían sus paseos. Unos y otros allanaban las casas de las remisas y, de grado o de fuerza, las arrastraban al desorden.

En ocasiones los cerrojos se corrían al acercarse los del reclutamiento; pero algún acróbata saltaba la pared y abría desde dentro la puerta del campo. Por allí inundaban el patio como una entrada de agua, se colaban en el comedor, en la sala, y llamando a gritos y golpes a las puertas de los dormitorios, asustaban a las recluidas que temblaban de miedo de que echaran las puertas abajo y las hallaran a ellas ... como estaban . Todas eran reducidas a ceder y tenían que sufrir en vez de la acostumbrada ducha matinal, un baño de almagres, ocres y otras polvaredas por el estilo.

Generalmente los paseos iban a dar al teatro Emiliano, donde se bailaba hasta las doce o una. En la tarde volvían algunos al mismo sitio. Otros paseaban en coche con disfraces charros. El camellón Abello, las calles, los establecimientos públicos zumbaban con un trajín de colmena en momentos de enjambrazón.v Congos y Negros del Toro, sueltos, maquinaban ardides y empleaban pequeñas máquinas de su invención y fabricación para ganarse en buena lid de ingenio, cuartillos y reales. Abundaban los monos, dicharacheros de mil tonterías y groserías con voz de falsete. Los perros ladraban dando a pasos cortos carreritas intermitentes. Bramaban los tigres, bárbaramente colmillados y hacían con la cabeza amenazantes movimientos de lado –como el león de la Metro Goldwin- Y mugían los toros levantando un poco con las manos la pesada máscara de madera provista de auténticos cuernos. Nadie había que no sintiera un momento de inquietud cuando un toro lo encaraba y retrocedía como tomando terreno para embestir.

Las pequeñas danzas y las comedias actuaban en las salas de las casas. Eran notables por la propiedad y el arte del disfraz las danzas de los Patos cúcharos, Los Coyongos, Los Gallinazos, los Pájaros. En la danza de los Diablos se representaba la caída de Luzbel y su transformación en Lucifer; y un gran diablo con peligrosas uñas de lata y tremendas espuelas bailaba lo más satánicamente que le era posible.

Entre comedias, era solemne y de mucho aparato la de Los Siete Pares de Francia. Con sombreros emplumados, casaca y calzón corto, ahogados entre encajes y deslumbrantes de lentejuelas, declamaban muy tiesos versos heroicos maltrechos por los copistas. Tales comedias eran de variado género, y sosas o ingeniosas, ligeras o recargadas; pero, al fin todas divertidas. Porque solía suceder, tratándose de las mas tontas, que el actor principal, a veces único, y autor solapado o confeso a la vez, casi siempre era un hombre, ya bien entrado en años y reconocido en la vida corriente como persona muy seria, de temperamento aguado e incapaz de travesura alguna. Y resultaba de irresistible comicidad el oír a tan grave ciudadano recitar versitos llorones y verlo adornado con flores que se secaban instantáneamente en la sequedad de tal florero, he aquí una muestra de tal poesía:

Estas son las flores marchitas / salidas del corazón
la niña que se las ponga / no sufrirá de más mal.
También en comedias de esta laya, reventaban de pronto sorpresas emocionantes, como esta:

Ella: para repara mi honor / debes casarte conmigo vil seductor.

El: Me insultas? ¿Es eso amor?
Antes morir que contigo casarme, ¡no tendría nombre!
(del bolsillo saca una lezna, y la ofrece)
Húndeme eso en el ombligo
(se vuelve al público como para dar una explicación)
que es parte noble del hombre.
Las grandes danzas eran los Congos, los Negros, del Toro, el Torito Ribeño, el Torito Bajero. Como se ve, prevalecía el toro, acaso como un símbolo: el Toro Padre, guía primero de la ciudad. Y en estas danzas de toro iban al centro el Viejo y la Vieja –tal vez los vaqueros fundadores-: alrededor de ellos congregábanse la familia y los perros, los burros, las vacas,; y se exponían el menaje doméstico y los avíos de las labores del campo –banquetas, calabazas, tiras de carne salada- representativo todo esto, pudiera ser, del "bohío tutelar".

Dábanse también muchas fiestas privadas de círculo, pero no pocos preferían organizarse en sociedad que "pedían la sala" de alguna casa de familia para sus bailes.

Celebrábanse, además –aunque éste no era número natural de la típica fiesta– los Cantos de Guitarra, teatro de las hazañas de nuestro gran improvisador popular que se anunciaba:

Yo soy Catalino Llanos un hombre de mucha fe; soy el que pinta la huella antes de poner el pie.

Fue en un canto de guitarra –y vaya esto como un paréntesis cualquiera- donde se oyó a un ingenioso y mordaz trovador vengarse de algún esquinazo o cosa parecida, con estas cuartetas:

Yo no te hago responsable,
niña, no me digas na’,
yo se que la fémina
tiene eso en su natura’;
porque las mujeres y los gatos
son de la misma opinión
que aunque tengan su comía
siempre cazan su ratón.
Los bailes del Teatro Emiliano eran maravillosos, el soplo de la divinidad los llenaba de gracia. Tiempos de la adoración a la dama, tiempos del abanico, diapasón emocional ya para siempre callado, y cuyos juegos de plumas y oros se han sustituido por la movilidad del punto de fuego y las cabriolas de humo de los cigarrillos.

La platea del teatro había sido levantada hasta la altura del escenario. Servidores acuciosas raspaban las velas de esperma en cantidad fabulosa sobre le vasto piso de tablas. El campo de baile era una amplísima herradura brillante próvido criadero de resbalones.

Los palcos y la galería -esta de entrada libre- eran ocupados por los espectadores. En el espacioso pasillo del primer alto se extendían largas mesas rústicas donde se servían cenas. En sillas que circunvalaban el salón, sentábanse las bailadoras. Los caballeros pasaban ante ellas con andar estilizado, o se les acercaban para concertar las piezas, por un total nominal de doce. Pero tales compromisos solo hasta la quinta; porque de ahí en adelante las "repeticiones" atropellaban los tratados o pactos del carnet, del lindo carnet ya tan muertos como los abanicos. Antes del baile, seductoras comparsas corrían el júbilo de su desorden. Estas eran como un entremés. Y el papel de sopa lo hacían los elegantes y técnicos lanceros.

Al fin daba el Bastonero la señal del valse inicial. Veníanse los caballeros hasta las damas, tendíanles las manos con silenciosas sonrisas en discreta acción de gracias. Andando luego de brazo con la pareja un trecho convencional, se detenían; y entre mucho delicado monkey-bussines ceñían el talle que era entonces de palmera y se lanzaban al vals como un remolino. La duración de cada pieza se medía exactamente y el Bastonero mantenía el orden ... mientras se podía. Pero como a las doce de la noche las reglas eran transgredidas aun por el severo funcionario: había las repeticiones. Y casi siempre era don Luis Gieseken el primero que desrticulaba la rígida cartilla. A don Luis lo apasionaba "Sobre las olas" y plantándose bajo el palco de los músicos, gritaba: -Cuatro Olas

Cuando apuntaba el sol, el baile se extinguía. Y pocas horas después volvían los paseos. El lunes se repetía el programa del domingo, y el martes el del lunes. Pero el martes, el último día, se daba en el Teatro Emiliano, como final de fiesta, el baile de la Piñata.

También era el martes, el último día, cuando se celebraba la conquista. En un extremo de la ciudad –donde es ahora la Plaza 7 de Abril- se reunían en la tarde todas las danzas. Bailaban denodadamente, con arrebatado entusiasmo. Tambores, tamboritos, cañas de millo, maracas, latas, mezclaban sus sonidos y sus ruidos y formaban un solo gran rumor de agua despeñada, fondo brumoso de los gritos y los cantos que lanzaban los intrépidos danzantes. Y al fin llegaba para la conquista un momento trágico. Porque había allí danzas del barrio Arriba y danzas del barrio Abajo, y entre uno y otro barrio, gruñían todo el año rivalidades curiosas ya borradas. Y sucedía que en la conquista bajeros y ribeños cedían a los incitamientos de hallarse en son de guerra y a la mano. La tentación se hacía irresistible y de pronto trabábanse a palos. Mientras tanto por las calles, Joselito Carnaval –un grotesco muñeco yacente- era paseado y llorado cómicamente. Sin embargo, entre las lamentaciones burlescas una era realmente sincera y sentida:

Cuando volverá a vení Joselito Carnavá.

Y Jose, como todos los años, vestido de muerte, se nos acercaba en silencio con paso cauteloso, balanceaba su calavera y retrocedía de espaldas señalándonos con la guadaña alzada, bajo la horrible máscara, reía del susto que intentaba darnos; y nosotros reíamos también del fracaso de su mala intención de aguarnos la fiesta. Pero muchos no volvieron a reír. Y José, el buen José, tampoco ríe ya.

Impertérritos, los barranquilleros habíamos exprimido hasta el último jugo, los tres días y las tres noches de carnestolendas. El miércoles de ceniza iríamos todos con unción a la iglesia. Pero aún ese mismo día suspiraríamos: ¡está lejos el nuevo carnaval!

Algo queremos añadir para dar término a estos apuntamientos. Y es la anotación de que los cocheros, ocupados día y noche, no bajan del pescante en toda la temporada sino apenas el tiempo de cambiar los tiros, de modo que a falta de otra oportunidad inmediata, como la querían, el miércoles de ceniza era el carnaval de los cocheros. Cometían grave pecado, pero estamos seguros que nuestro bondadoso Padre Valiente los perdonaba.