LITERATURA | INICIO  
  






La Habana es una Cartagena Inmensa

Por Alvaro Suescún T.

El poeta Jorge Artel y su mujer, la cantante barranquillera Esthercita Forero, llegaron a La Habana, provenientes de Puerto Rico, en Noviembre de 1950. La capital de la isla era una ciudad espléndida, el centro estaba poblado por un frecuente tumulto ordenado, vocinglero y alegre que maravillaba, ya entonces era notoria la invasión de norteamericanos que acudían a ella para sacar provecho de la fiebre de rumberas y “vedettes” que surgían tras los pasos de Ninón Sevilla, María Antonieta Pons, Miroslava, Olguita Chaviano, Lina Salomé y tantas otras que la hacían un gran cabaret nocturno.

En ese limitado espacio habían 133 cines, en los cuales se presentaban por igual películas, teatro vernáculo y espectáculos musicales y, casi siempre, las funciones combinaban estas modalidades. Se afirma sin exageraciones que musicalmente era la época de mayor producción irradiada al entorno del Caribe, incluida la música denominada culta. La orquesta filarmónica daba un concierto nocturno cada dos semanas en el que exhibían sus galas los encopetados miembros de la sociedad habanera. 1

Ese marco de fiesta no lograba ocultar algo que era ostensible: la marcada discriminación racial. Su primera manifestación en los ilustres visitantes del caribe colombiano ocurrió tras enterarse con regocijo de la llegada de la cantante negra norteamericana Josefina Baker 2 , a la sazón residenciada en París. Ya habían hecho contacto con Nicolás Guillén a quien Artel había conocido en Cartagena cuatro años atrás, en unas parrandas interminables que amenazaban repetir la anécdota que con mucha gracia contaba Guillén :

    -“Los cartageneros expresan el calor de su afecto con licor. Fueron tantas y tan sucesivas las atenciones almibaradas que una noche, después de un interminable paseo en coche por las calles amuralladas, desfallecimos durmiéndonos todos : Gustavo Ibarra Merlano, Jorge Artel, el cochero, el caballo y yo”.

    -“El único que quedó impávido, sobre sus cuatro ruedas amarradas al silencio de la noche, fue el coche”. –Completó la anécdota Artel.

Paseando de la mano del poeta cubano, y mientras rememoraban sus andanzas, ansiosos los espíritus andariegos por el reencuentro con aquellas murallas y sus iglesias sumidas en el denso caribe, fueron a dar al cruce del paseo El Prado con la calle de Virtudes, frente a una mansión cubierta por una enorme acacia de sombra espesa, aunque descuidada mostraba su exuberante pasado de gloria.

    - “Es la Casa de La Mortera” -dijo Guillén. -“Ahí escribió Porfirio Barba Jacob, por allá en el lejano año de 1915, los poemas “Soberbia”, “Canción innominada”, “Canción del tiempo y el espacio”, “Elegía de Septiembre” y su célebre «Canción de la vida profunda»”, -agregó con orgullo mientras se adelantaba para mostrarles con pesados ademanes el entorno de una época marcada por la presencia del poeta colombiano.

    -“Porfiro era muy variable” - decía Guillén – “sus poemas los corregía con inusitada frecuencia, de ahí que no es casual encontrar varias versiones diferentes de un mismo poema”.

    -“De las publicadas y conocidas” –preguntó Artel, interesado en el tema-.

    Sí”, -le dijo Guillén, agregando con sapiencia:- “ El verso que dice «La vida es clara, undívaga y abierta como un mar» no corresponde a la versión escrita en Cuba. Se dice que ese verso lo anexó en una posterior estadía en Guatemala. Le gustaba agregar o suprimir versos completos, de acuerdo a su estado anímico.”

    -“De modo que eso se puede hacer, y es lícito.” -Terminó diciendo Jorge Artel mientras se dejaba llevar por la distancia marcada por el índice extendido del afortunado guía en la improvisada caminata.

Finalizado el recorrido se pusieron de acuerdo con el poeta Nicolás Guillén y otros amigos cubanos para recibir la semana siguiente, en el despuntar de los primeros días de diciembre, a Josefina Baker, la diva negra que había triunfado en el Follies Bergere de París, y para ir a verla en su presentación.

Una muchedumbre alborozada hizo compañía en la recepción programada y organizada por Guillén. Esplendorosa, no obstante que frisaba los cincuenta años, Josephine la negra grande irradiaba una majestad sublime. Una vez repuesta del sofoco producto del rebullicio que armó la comitiva, la vieron llorar pues creyó ver, entre los que la recibían, a Eliseo Grenet 3, de quien fuera grande amiga. Guillén, mas tarde, les explicó la importancia de Grenet :

    - “Era un adolescente cuando dirigió el Politeama habanero, el teatro cubano de comienzos del siglo. -Nos dijo ya en el taxi, con su voz ronca y parsimoniosa- Grenet trabajó con Arquímedes Pous en el teatro cubano convencional, un tablado criollo vernáculo que se ofrecía a los extranjeros. Sin embargo lo que mas caracterizó a Grenet fueron sus pregones. El tamalero, el aguacatero, el botellero.. La celebrada canción, hoy todavía de moda, Mamá Inés es de su autoría, y con ella ganó mucho dinero en España. Fue a París y en el cabaret La Cueva dio a conocer La conga que pegó de inmediato, y de qué manera. Ultimamente estaba ocurriéndole algo semejante, pero con el Sucusucu, un baile del siglo pasado. Era un bachatero del ritmo.”

Las invasión de turistas norteamericanos era de tal magnitud que inundaban todos los espacios y alteraban el modo de ser cubano impulsándolos a veces a asumir actitudes que no correspondían a su idiosincrasia tan solo por complacer a los visitantes. El Hotel Nacional, considerado el mejor, había sido escogido para alojar a la Baker y a Jo Bouillón, su esposo y director de orquesta.

Pero no obstante haber confirmado las reservas, en el vestíbulo les negaron el alojamiento pues los rubios norteamericanos allí hospedados no toleraban la cercana presencia de gente de color, como los denominaban con marcado eufemismo, de igual manera quisieron impedir su presentación en el principal teatro de la ciudad. No obstante estos inconvenientes la actuación de la Baker fue maravillosa una y otra vez y todas las veces que hizo función durante los cinco días que estuvo en la isla.

Les llamó la atención oírla hablar inglés acentuando la última sílaba, como en francés, pero más llamaba la atención su ancha y blanquísima sonrisa y su alegría manifiesta a los cincuenta y cuatro años. La vieron danzar llena de fuego y brío dentro de un traje muy ceñido de color blanco repleto en pedrerías que contrastaba en su piel de chocolate, y sobre sus hombros una capa a veces blanca y a veces negra que ella movía como si fueran alas en el escenario del teatro “América” repleto de público que la recibió y aclamó de pie todo el tiempo.

Días mas tarde, en una cena de la “APEN”, los intelectuales cubanos comisionaron a Jorge Artel para ofrecer ese homenaje; se celebraba una feria del libro en La Habana, allí estaba el poeta mexicano Jaime Torres Bodet, entonces Secretario de la UNESCO, quien le hizo saber que cinco años antes, como Secretario de Educación Pública de México, en compañía de Francisco Castillo Nájera, secretario de Relaciones Exteriores, había entregado en urna de plata los restos de Porfirio Barba Jacob a una comisión de colombianos encabezada por el embajador de Colombia en México, Jorge Zalamea, en la que figuraba León de Greiff.

Hablaron de su vieja y gran amistad con el malogrado poeta colombiano, a quien había conocido, cuando tenía dieciséis años, en Monterrey. También estaba Octavio Méndez Pereira, historiador panameño y los poetas cubanos Emilio Ballagas y Regino Pedrozo quienes marcan con él su acentuada inclinación por la poesía negra en contra del apartheid, junto a José Zacarías Tallet a quien no alcanzó a conocer pero que sin embargo, por su importancia, nombra. Estas preocupaciones por el discriment las deja explícitas en su poema Playa de Varadero 4, que es a la vez una sorda protesta :

    En tu cuenca de tambores, / de Pedroso y de Balllagas
    Donde Tallet corta en versos / congos de congo la caña

    porqué de un lado sus nietos / y de otro lado mestizos
    si una luna eternamente / borda con hebras de plata
    el raso de tus arenas ?

Jorge Artel y Esther Forero se hallaban bastante molestos y no estaban a su gusto en La Habana, la ciudad les parecía bella pero sórdida, pululaban los cabarets de todos los estilos, los americanos se veían por todas partes y llenaban éstos sitios. Sin embargo, como pueden, se abren paso. La excónsul en Santo Domingo, Virginia Cruz, y Roberto Agramonte, rector de la Universidad de la Habana, organizan para Artel un ciclo de conferencias en los medios universitarios. Jorge Artel le solicitó a Nicolás Guillen lo acompañara y que le hiciera el alto honor de hacer su presentación. Nicolás Guillen aceptó. Pero por la tarde, dos o tres horas antes del evento, llamó por teléfono al hotel y le pidió a Esther Forero que lo excusara de hacerlo. Ella no quiso recibirle el recado y, por el contrario, le pidió que se lo dijera personalmente :

    -“Cómo ?, ¿ Que no vas a ir ?” - le gritó Artel por el auricular- “No puedes decirme esto ahora.
    Recuerda que yo te presenté en Cartagena e hice por ti mil cosas inmerecidas.
    Tú no me puedes hacer esto, ya verás que nó.”

Nicolás Guillén tenía múltiples recuerdos de su visita a Colombia, y una memoria muy generosa: -“Hace cuatro años, por el mes de abril y a pleno mediodía, crucé en automóvil la frontera de San Cristóbal a Cúcuta acompañado del poeta Ramón Becerra, ambas ciudades me parecieron trocadas en sus costumbres, acaso porque si no fuera por los límites se dirían del mismo país. En San Cristóbal se escucha la música colombiana de moda, los porros, el acento de sus habitantes y las noticias vienen juntos con los diarios que llegan de la capital colombiana. En cambio Cúcuta parece venezolana, el calor, la circulación de la moneda, el ambiente agitado de las calles recuerdan al viajero el aire de Maracaibo.

Me esforcé por asimilar a Bogotá, la altura me hacía acezar como un perro, refunfuñaba languideciendo, el frío me acuchillaba y tosía y tosía. Hasta que un amigo vino en mi auxilio y me dijo que la capital del país no tenía nada que ver con el resto. Entonces enfundé mis pocas pertenencias y me fui a Cartagena de Indias, tierra natal de Jorge Artel, donde descubrí un mundo musical y primaveral un mundo que tiene mucho más que ver con La Habana, negros, mulatos, mujeres rítmicas y carnales, hablado rápido y estentóreo. En pleno aeropuerto nos abrazamos”.

Jorge Artel lo mide en sus palabras, lo emociona el recuerdo.

    - “Tú estabas en Bogotá y le dijiste a Gilberto Vieira que te prestara una cuartilla para escribirme un saludo. Con él me habías enviado, dos años atrás, un ejemplar de “Songoro Cosongo”, dio la casualidad que ese mismo dia, enterado de que estabas en Colombia, yo te invitaba a venir a Cartagena y las dos cartas, la tuya y la mía, se cruzaron en el camino. Te fui a recibir con Donaldo Bossa Herazo y con Gustavo Ibarra Merlano, entre otros”. –Contestó Jorge.

    -“¿Quiénes más estaban contigo?” –preguntó ansioso Guillén, que ya peinaba canas y su hablar era silabeante. Mayor diez años que Artel, frisaba ya los cincuenta años.

    -“Gustavo Ibarra Merlano y Donaldo Bossa Herazo.... –Dijo Jorge mientras fruncía el ceño tratando de acordarse de otros nombres. Fueron como treinta días con sus respectivas noches, de recitales, de fiestas, de homenajes sin cuento. En El Fígaro, de Eduardo Lemaitre, te hicieron un homenaje de recibimiento con coctail. También fuiste bien recibido en El Diario de la Costa de Rafael Escallón Villa, las prensas y los linotipos fueron echados al vuelo como campanas”.

    -“La ciudad heroica me causó una impresión muy agradable. Yo imaginaba al gran poeta de ‘Tambores en la noche’ como un negro tinto, de alto porte, ceremonioso y conspicuo, en cuya sonrisa habría siempre un diente de oro. Me encontré en cambio a un mulato macizo de mediana talla, frente alta y despejada, ojos pequeños, cara gruesa, boca ancha, nariz chata y una cordialidad a flor de piel. Allí estaba con el saco al brazo y el cuello de la camisa abierto para facilitar la transpiración, abundantísima, bajo aquel sol de hierro.” -Terminó de decir Guillén.

    -“Pudiera decirse que nos conocíamos desde mucho antes”.-acotó Artel.

    -“A pesar de que nos veíamos por primera vez –dijo Guillén- sentí que venía desde el fondo de un pasado común, con fraternos abuelos atravesando encadenados el Atlántico en el vientre de algún barco negrero. ¿Por qué nó? Al fin y al cabo el caribe está poblado de parientes que se ignoran, que llevan la misma sangre en las venas y no lo saben pues el apellido con el que andan por el mundo es el europeo, no el africano , que desapareció en el fondo de la historia cuando el futuro esclavo fue arrebatado a la tribu de la que formaba parte. ¿Quién quita que tengamos además del español algún patrimonio común, yoruba o bantú?”

Yo había visto un artículo de Nicolás Guillén en el que relataba sus recuerdos de su visita a Colombia 5 en el año 1946. Entre otras cosas decía que Artel había sido su protector y su guía. “El me dio a conocer las murallas, me enseñó los viejos castillos de La Popa, de San Felipe, me envició en el sabroso pescado frito de los muelles del Arsenal, con sus negras semidesnudas y poderosas, me acompañó a la Universidad y al Sindicato, y todavía me sentó a la mesa de su casa, en la cercanía de su gente más intima y amada...”

    -“También fuimos a El Bodegón, tan solo dos o tres meses después de haber muerto su fundador el rey Jacob del Valle Recuero”, dijo Artel.

    -“Fue el mismo día de mi llegada a la ciudad. Yo estaba convencido –explicó Guillén- de que era un café de postín intelectual, una peña de literatos y artistas muy a la española, como “El Pombo” de Gomez de la Serna.”

    -“Era el cuarto o quinto sitio en donde se ubicaba. Estaba a la sazón en la calle Segundo del Badillo, en los bajos de la propiedad de la familia León Sotomayor -precisó Artel.

    -“Con toda su fama, -explicó Guillén, de fácil palabra, mientras hacia acopio de su buena memoria- El Bodegón era simplemente un profundo zaguán de apariencia bien humilde, una especie de “cochera” sin particulares atractivos materiales. Al fondo, un taller tipográfico, llamado Carteles, a la entrada una especie de pequeña sala, amoblada con media docena de sillas para otros tantos contertulios y un escritorio o mesa plana que es donde oficiaba Michi Araújo, el Virrey recientemente elegido.

    -“La modestia de El Bodegón no contrariaba su eficacia, -respondió Artel- yo era miembro de la Junta Directiva, y en esos días habíamos logrado completar los recursos con los que terminamos la sede de la Casa del periodista”.

    -“Eran famosas sus tertulias, -acotó Guillén, en ellas conocí de cerca a Luis Carlos López. Desde que llegué a la ciudad de los “pedros”, por Pedro de Heredia y Pedro Claver, no estuve satisfecho hasta que lo conocí al gran poeta de Por el atajo. Desde mi bachillerato su nombre era familiar a cuantos nos sentíamos picados por el tábano de la poesía, la suya nos gustaba como un trago fuerte, de aguardiente directo, que es preciso beber de un solo golpe. Era un hombre esquivo, huraño, difícil de tratar. Generalmente por las mañanas, y muy poco por las tardes, el célebre “tuerto”, que no era tuerto sino bisojo.

    Una mañana mientras charlábamos en grupo un puñado de amigos, ya en trance de abrir una botella de “Ron Caldas”, que es allá un buen soldador de afectos, penetró por el amplio zaguán un magro cuerpo metido en almidonado traje de dril, tocada la blanca cabeza, ya blanca, con un sombrero de paño oscuro. Se sentaba en silencio y allí se fumaba cigarrillo tras cigarrillo sin hacer parte de la conversación general, cuando más se le veía sonreír con los ojos tímidos agrandados por los espesos cristales de sus espejuelos. Apenas un saludo que nadie entendió, y halando un taburete se sentó en la rueda sin decir palabra. Si estaba de buenas hacía un chiste rápido intercalando un comentario relampagueante, y un largo silencio otra vez”.

Jorge Artel desperdicia su mirada en el vago horizonte, mientras exclama: “La Habana es una Cartagena inmensa”. Vuelve otra vez a su estado real, en el inconveniente inusitado que le ha surgido ante la negativa de Guillén que aún no alcanza a comprender.

    -“Calmate Jorge”, -le decía Nicolás desde el otro lado de la línea,- “calmate. De todas maneras haré lo posible, vas a ver.”

    - “Tú eres el que vas a ver como no vayas”. -Le dijo. Y tiró el teléfono.

Nicolás Guillén era mulato de pelo lacio, largo y canoso. Tenía cuarenta y ocho años, pequeño de talla, anchos los hombros, con un cuello corto que le servía de sostén a una cabeza poderosa, de maneras amables y bastante sencillo. Hacía un par de años había publicado en la Argentina uno de sus mas celebrados libros de poesías : El son entero, en el que había incluido Una canción en el Magdalena, escrito a bordo del vapor Medellín en Junio de 1946 durante su travesía por el país colombiano que había terminado en los acontecimientos de Cartagena que ahora Jorge Artel le recordaba. Una hora después estaba Nicolás en el Hotel. Tenía a manera de presentación una nota que, entre otras cosas, decía...

    “La de Artel es una poesía popular. No al modo pongamos por caso, de otro colombiano famoso, Candelario Obeso, en quien predomina el lenguaje de prosodia deformada (como en los negros clásicos de Lope y Góngora) sino con la estatura de un artista cabal, ya de vuelta en cuanto a los recursos ambiciosos de la técnica, que maneja con elegante desenfado. Hay en su obra drama humano, dolor, protesta, todo bajo un clima de ritmo cálido, como melaza hirviente.. ” 6

No era gratuito este atajo tomado por la poesía de Candelario Obeso para hablar de la de Artel, era su manera de echar una cortina de humo a sus pensamientos, él había escrito un artículo que fue publicado en El Nacional de Caracas y que mostró a Esthercita Forero. En algo menos de una cuartilla ignoraba a Jorge Artel como poeta negro, debió ser porque se oponía rotundamente a la utilización del concepto de poesía negra, y lo presentaba como el poeta marino de la ciudad de Cartagena.

Nicolás no era del gusto de Esthercita a quien le parecía hipócrita, mala gente. “Nos invitó a almorzar, -explicó ella- con una amabilidad ladina. Yo le pedí a Nicolás en medio de la conversación: “¿Por qué no muestra la nota que publicó en ‘El Nacional’ de Caracas?”.

    “Ah si, como no, claro” -dijo Guillén.

Era una nota que llevaba mucho veneno. Decía que Jorge Artel era un autor de 18 poemas negros (los tenía contados), en la primera edición de Tambores en la noche, texto que Artel le había obsequiado cuatro años atrás en El Bodegón.

Un hecho circunstancial los une nuevamente. Como un baldado de agua fría les llega la noticia de la muerte de Luis Carlos "El Tuerto" López. De inmediato ponen un cable a cuatro manos a los contertulios en Cartagena:

    “Uds. en El Bodegón, nosotros en El Malecón, ¿Qué lastima del Tuerto, no?” Firmado : Guillén, Artel.

Nicolás Guillén se ocupa nuevamente de la poesía colombiana y escribe el 8 de Diciembre “La carcajada dolorosa del tuerto López” 7 que inicia de esta manera:

    “La triste noticia nos llega a Cuba por boca de Jorge Artel, su coterráneo, su compatriota: acaba de morir el Tuerto López. Por supuesto que tal apelativo suscita mejor la imagen de algún cacique montara, de algún guerrillero en armas contra el gobierno constituido, que la del gran poeta colombiano Luis Carlos López, hecho y deshecho en Cartagena de Indias y una de las figuras de más originales contornos de la poesía hispanoamericana.”