SEÑALES DE HUMO

ÉCHALE CINCO AL PIANO


Por: Jorge Artel.
Tomado de El Colombiano
[Martes 1 de Abril de 1975.]

A veces los programas musicales de la radio resbalan, como sobre hielo, por la sensibilidad. Oímos simplemente, pero no escuchamos, una música –con frecuencia de gusto discutible- y la cual se va tornando tanto más lejana cuando más nos hundimos en el trabajo cotidiano.

Sicológicos mecanismos tienden a establecer cierto espacio de fuga entre el mundo exterior y nuestro íntimo aislamiento. Como si leves, etéreos tamices sirviesen de filtros al pausado oleaje de los ecos.

Pero hay ocasiones en que determinadas notas, determinadas palabras, determinada voz, nos sacan repentinamente, de aquel transitorio abismo en que nos hemos sumergido. Y sin quererlo, sin pensarlo, tornamos a integrarnos a la propia circunstancia. Para escuchar, entonces si, alguna tonada, alguna canción entera inclusive, que por cualquier motivo figuraron entre los ingredientes espirituales del pasado.

Mientras desfilan aquellos viejos aires, familiares al oído - flores refrigeradas donde el tiempo estratificó su aroma- nos damos cuenta de la pugna sensible entre los años que huyen y el presente. De cómo toda actualidad, siempre egoísta, ha de rendirse un poco ante el anacrónico desuso, concediendo –aunque fuese a medias- una porción de pasajera simpatía por las expresiones estéticas de antaño.

Ya los pensadores –Hegel, Croce, Ortega y Gasset, Murois, etc- han establecido que no hay, generaciones insulares. Que todas reciben y acumulan, las unas de las otras, experiencias, modos y actitudes susceptibles de ser rectificados. Pero de esencia perdurable, casi siempre. Por eso no es extraño ese puente de melodías que las une y hasta diseña un itinerario cultural y tecnológico, que va desde el cilindro fonográfico hasta el equipo electrónico.

En este sentido, cada meta lograda configura una conquista extraordinaria, en afinidad con las necesidades de su época. Y trae, naturalmente, el socioeconómico e inevitable aditamento. Así cuando surgió la vitrola, en casi todos los cafés de capitales latinoamericanas existía una alta tarima donde se le colocaba. Y, a su lado, la vitrolera. Esta última, una muchacha garbosa y, tropical, encargada de pasar los discos a solicitud expresa del marchante.

Desaparecido aquel artefacto, se desvaneció, aunque no en su complejo antológico, la suave imagen de la vitrolera. Se presume que debía tener un ligero sesgo melancólico esa apacible estampa de tan atractiva trabajadora, cuyo oficio fue vender añoranzas y nostalgias, efímeras euforias, que acaso ella también coleccionaba por dentro.

El traganíqueles contemporáneo se ha tragado así mismo a sus antecesores.

Hoy no hay que pedalear la pianola. Ni solicitarle a la vitrolera que pase una canción. Pero el fluido sentimental que emanaba de sus máquinas aún subsiste, como presionándonos gratamente con invisibles terciopelos.

Después de todo, los recuerdos son teclados ilusorios, que pueden funcionar arrojándoles, tan solo, un cinco de emoción humana.

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