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Comer o no comer: esa es la cuestión

Por Eduardo Escobar
Tomado de DIARIO EL TIEMPO


El último escándalo nacional de las familias del suburbio bogotano. Cada día ampliamos la frontera de lo digestible.

Swift aconsejó contra el hambre de los pobres irlandeses el consumo de niños. Fernando González, siendo cónsul en Bilbao, requerido por la veracidad de la noticia de unos misioneros que habrían sido devorados por indios del Caquetá, aseguró que aquí no comíamos capuchinos, difíciles de digerir, sino bebés de hasta 2 años. La broma le costó el puesto. El hambre de los demás ha servido muchas veces para ingeniar chistes repelentes. Que reemplazan los regüeldos después de comer en los banquetes de corbata negra. O encubren los remordimientos mientras hacemos la digestión.

El último escándalo nacional de las familias del suburbio bogotano que recurren a sopas de papel con perejil para paliar el hambre debe ser otra broma. O una falsedad subversiva. Uno que vive de malgastar papel sabe cuánto cuesta. Además, leí en una revista especializada que los creadores de piensos ensayaban uno para caballos de paso hecho de periódicos y melaza. Y un paso fino vale mucho más, como es obvio, que un pobre patizambo que ni siquiera camina con gracia.

Todo se come. Cada día ampliamos la frontera de lo digestible. vHumboldt atestiguó en su Viaje por las regiones equinocciales sobre los indios otomacos que preferían la tierra a los huevos de tortuga. Cruda. O dorada. Y recuerda que los campesinos de su patria tenían el steinbutter, suave mantequilla de piedra. García Márquez pone uno de sus más adorables personajes femeninos a comer paredes. Hábito universal de párvulos desnutridos, dicen los dietistas. Para compensar deficiencias de calcio. Todo vale.

Los chinos descubrieron antes de nosotros la pólvora. Y el hambre. Y se comen todo lo que se mueva. Los mercados chinos ofrecen hipocampos, perros, gatos, culebras, que no faltan en la casa de los pobres aunque no sean chinos. Y no le hacen el asco al mico.

Una tribu del Orinoco come arañas pollas. Lo vi por televisión. Un antropólogo gringo las probó con reticencia. Y afirmó después que recordaban los camarones. En el Vaupés, probé hace años esas larvas blancas de escarabajo que en Cundinamarca llaman chisas y en Antioquia mojojoyes.

Fritas, hervidas o al natural, son deliciosas antes de que desarrollen las alas. Se crían en el corazón de las palmas de pupuña. En Antioquia y el altiplano comen tierra. Y tienen el consiguiente lleno de lo mismo. Pero basta con, como con las suculentas lombrices a punto de subir al honor de nuestras mesas, como las ranas y cangrejos, ponerlas en harina para limpiar sus tractos digestivos.

En el sur de Colombia siempre hay en las cocinas pobres una jaula con una tribu de ricos cuyes expectantes mirando las ollas. El fomento del prolífico conejillo podría convertirse en una fuente de proteína barata para los exigentes habitantes de nuestras periferias.

Conviví en el Amazonas con una familia que desayunaba lagarto ahumado. Aunque casi se vomitan cuando hablé de las iguanas. Hay quienes comen chinches. Mariposas. Nidos de golondrinas. Flores. Hace poco todavía los indígenas de nuestras selvas asediadas cultivaban sus piojos con devoción y los comían con indiferencia. Todos hemos oído hasta la saciedad el cuento de los habitantes heroicos de la noble Cartagena que comieron las ratas de sus agujeros, los caballos de sus carrozas, los aperos de sus burras, en asedios sucesivos. Pedro Simón entre las peripecias de la Conquista narra la historia del que comió un sapo vivo. Pero perdió la razón. Y la del burro que subió con los conquistadores hasta las goteras de Bogotá antes de ser devorado en agradecimiento por traer las maletas.

El hambre es cosa seria. Claro. Sin embargo, los ascetas hacen de la abstinencia escalera del cielo. Y viven cien años a punta de pan basto, agua y berros. Muchas enfermedades de los ricos modernos tienen origen en excesos de la mesa. Y nuestras refulgentes estrellitas del modelaje se someten a dietas espantosas de estilita, o de cartujo, para mantenerse leves como pétalos. Pagan el arriendo de los hermosos huesos, y engordan sus ahorros con sus hambres, haciéndolas rentables. Y sueñan con humildes sopitas de papel y perejil.

Quién entiende.