HISTORIA DE UNA MALA PALABRA
Por: Julio César Londoño (Palmira, 1953) Crítico literario biógrafo y cuentista. Ha publicado:La ecuación del azar (Universidad de Antioquia, 1980) y Sacrificio de dama, Gobernación del Valle (1994).
Mi vida sexual comenzó en los
diccionarios. En cuanto caía uno en mis manos, de inmediato buscaba
obscenidades y "partes nobles". También en esos libros —como un presagio
de lo que vendría luego- comenzaron mis frustraciones porque esta suerte
de voyeurismo semántico nunca era plenamente satisfecho. Por lo general la
palabra deseada no figuraba en las entradas, o estaba púdicamente oculta
tras crípticos sinónimos, o era definida a la manera frígida de la ciencia
-y lo que yo buscaba era algo más crudo y excitante.
La palabra cacorro, demos por
caso, no figuraba en los diccionarios de mi infancia y la siguen omitiendo
-tácita conspiración editorial- los actuales. Entonces vino en mi ayuda un
hecho fortuito. Un día, en la misa dominical, el sacerdote tronó desde el
púlpito contra la sodomía, "esa pasión insana que infesta aulas y
cuarteles—". Por supuesto corrí a la S. Allí estaba: sodomía: concúbito
entre varones o contra el orden natural. Etimología: de Sodoma, antigua
ciudad de Palestina donde se practicaba toda clase de vicios torpes.
No entendí nada. Busqué concúbito: ayuntamiento carnal. Bueno,
carnal ya era algo, pero ¿ayuntamiento?: acción y efecto de ayuntarse. Mi
paciencia se estaba agotando. Subí la columna. Ayuntar: tener cópula
carnal. Omitiré aquí, en favor de la brevedad, la pesquisa de cópula y mi
perplejidad al tratar de imaginar relaciones contra natura entre el sujeto
y el predicado, para llegar a mi asunto, la singular historia de la
palabra puta.
Años después, ya era un hombre
maduro, llegó a mis manos el Diccionario etimológico latino-español de
Commeleran, un coloso en octavo de 4.500 páginas impresas a tres columnas
con entradas en latín, acepciones en castellano, ejemplos de uso tomados
de los clásicos latinos de la Antigüedad, y rastreo del origen de las
palabras por el griego, el árabe, el hebreo, el arameo y el sánscrito, en
caracteres vernáculos. Es la vulgata de la etimología, el sueño de
cualquier cajista, y mi único bien de valor.
Lo abrí con reverencia, busqué
el significado de mi nombre, el de mis padres y el de una mujer, y algunas
palabras cuyos significados eran oscuros o anómalos (exaplar, logoteta,
nimio). Cuando llegué a la P saltó el cazador que tenía agazapado desde la
infancia en algún repliegue de la corteza inferior, zona cerebral que
compartimos con los reptiles, y busqué puta: ¡pensar, creer, destreza,
sabiduría! Quedé sorprendido, claro, y me di a investigar la causa de tan
extraña mutación.
Encontré que el verbo latino
puto, putas, putare, putavi, putatum, procedía de un vocablo griego,
budza, que significaba sabiduría hacia el siglo VI antes de Cristo. Aunque
ya Grecia podía jactarse de Homero, Pitágoras y Heráclito -y se preparaba
para inventar el espíritu de Occidente-, también incurría en la
esclavitud, el desdén por la experimentación científica y la subestimación
a las mujeres. En Atenas ellas carecían de los más elementales derechos.
Cuando una matrona ateniense moría, se le colocaba un epitafio
indefectible: "Cuidó los hijos e hiló el telar". Una señora no debía
asistir a fiestas, así se realizaran en su propia casa. Desde una cámara
contigua al salón de los invitados podía escuchar la música, seguir las
conversaciones y fisgonear un poco entre las cortinas, ¡faltaba más!, pero
le estaba prohibido ingresar al salón, que estaba reservado a los hombres,
los músicos, los sofistas y las hetairas -flores de la noche, máquinas de
placer.
En Mileto la mujer sí era
apreciada, quizá porque allí el homosexualismo masculino no estaba tan
extendido ni era considerado tan de buen tono como en otras ciudades
griegas, especialmente en Atenas. En Mileto, la ciudad de Thales, el
geómetra, las mujeres podían asistir a las academias y participar de la
vida pública.
Pero Atenas era, pese a todo,
el centro intelectual del mundo Egeo y a ella peregrinaban filósofos,
artistas, retóricos y bohemios de toda Grecia. También las mujeres
milesias tomaron el camino de Atenas. Habían aprendido en su patria artes
y ciencias, y en los caminos, el amor. Los atenienses quedaron
maravillados de estas mujeres que además de bailar y cantar conocían de
historia, astrología, filosofía o matemáticas; con las que se podía reír
antes del amor, y conversar después.
Para sus esposas la fiesta fue
entonces más triste. Estaban acostumbradas a que las hetairas les robaran
por una noche el cuerpo de su marido, pero estas sabias, estas budzas, les
estaban robando para siempre también el corazón.1
Toleraban sus retozos, pero verlo reír y conversar con otra es más de lo
que una mujer puede soportar. Entonces la palabra budza, que era noble y
antigua, comenzó a tomar en los celosos labios de las matronas
entonaciones ásperas y significados maliciosos. "Sabihonda". "Sabida". El
fonema beta, suave y bilabial, se endureció en una pi también bilabial
pero explosiva, pudza. Luego, como si no fuera suficiente, como si el
nuevo vocablo no tradujera bien todo el odio que albergaban, se fue
haciendo más fuerte, marchó a Roma en libros y viajeros, y cuando llegó ya
no era una palabra, era un escupitajo: ¡puta! Significaba, hacia el siglo
I después de Cristo, sapiencia y meretriz.2
Pero como en Roma no se fingía
la virtud, la segunda acepción cayó en el vacío. En la sintaxis latina
-lógica y sucinta- la expresión mujer puta era un cándido pleonasmo.
"Basta con decir romana", aconsejaba Cicerón. Y así, por una de esas
paradojas del lenguaje, la palabra que se había degradado en Grecia, una
nación virtuosa, recobró su majestad en Roma, capital del vicio. Y luego,
por una traslación semántica frecuente -del efecto a la causa- puta pasó
de sustantivo a verbo, de sapiencia a pensar, y perdió toda connotación
moralista.
Pero siguió viajando con las
legiones por los caminos de piedra del Imperio, llegó a Hispania, resonó
en posadas y alcázares, la sopesaron oídos moros y cristianos, la
repitieron juglares y guerreros que inventaban el castellano con jirones
de árabe, latín y lenguas iberas, la conjugaron con aplicación bachilleres
y cortesanas, la discutieron gramáticos y retóricos, se estremecieron al
oírla, sin saber por qué, ancianas y doncellas, la gritaron, por el sólo
placer de paladearla, truhanes y señores hasta que el pueblo todo, autor
de lenguas y dueño de famoso oído, ignorante por supuesto del griego, del
latín y de toda esta historia, intuyó el verdadero significado de la
palabra adivinando en ella un odio remoto; percatándose de que no evocaba,
al escucharla, la sabiduría; que no había relación musical entre el
significante puta y el significado pensar, y comenzó a utilizarla primero
con malicia, con ironía griega, y luego con fuerza, como látigo —puta—
para censurar mujeres generosas, sabias en lides de alcoba. La palabra
había encontrado su verdadero y único significado.3
Quizá sea pertinente escuchar
aquí, para terminar, una décima de Clímaco Soto Borda que repite con
fruición este sonoro vocablo en una original lección de etimología.
Si pública es la
mujer / que por
puta es conocida, república viene a ser / la puta más
corrompida. Y siguiendo el parecer / de esta lógica
absoluta, todo aquel que se reputa / de la República
hijo, debe
ser, a punto fijo, / un grandísimo hijueputa.
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