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1º de enero de 1852: una fecha silenciada

Por DOLCEY ROMERO JARAMILLO
El eterno camino hacía la libertad y la inclusión de las comunidades afrocolombianas.
[Tomado de Revista Dominical EL HERALDO]


Con la abolición de la esclavización el primero de enero de 1852, culminó el largo proceso de manumisión republicana que se había iniciado 40 años atrás con la expedición de la Constitución de Cartagena de 1812. Allí se legisló por primera vez en Colombia sobre la libertad de las personas esclavizadas, libertad que jamás se concretó debido al fracaso del proyecto político cartagenero, producto de la Reconquista española en 1815 comandada por Pablo Morillo. No obstante, este personaje logró lo que tal Constitución no pudo: otorgó la libertad a muchos esclavizados a cambio de la colaboración con la causa española.

Precisamente, debido al contexto en que se inició y desarrolló la discusión sobre la abolición —el de la guerra de independencia— el problema de la esclavización, más que un tema humanitario, se convirtió en una consigna política con la que se buscó insistentemente ganar adeptos y posar como benefactores del prójimo, así como modernos y demócratas. Esto hizo Bolívar en 1816, cuando para salirle al paso a la propuesta de libertad de los esclavizados ofrecida por los españoles, les prometió también libertad a cambio de la vinculación al ejército patriota.

El espinoso tema de libertad de las personas esclavizadas se discutió después de la independencia, en el Congreso de Cúcuta. Allí, uno de los aspectos más debatidos fue la Ley de Libertad de Vientres, sancionada el 19 de julio de 1821. Su texto final fue una clara conciliación entre los abolicionistas y los anti-abolicionistas. La Ley sólo se aprobó cuando se protegió el derecho a la propiedad privada de los esclavistas, que se expresó en la consigna de “ser generosos con los esclavos sin dejar de serlo con los amos”.

Este fue el salvavidas al que se aferraron los anti-abolicionistas, liderados por personajes como el padre de la Historiografía colombiana, José Manuel Restrepo; Domingo Briceño y el cartagenero Ildefonso Méndez, entre otros. Este grupo aprobó la Ley sólo cuando se les garantizó la defensa de sus intereses, que fueron protegidos con el polémico artículo 2º de dicha Ley, en el que se estableció “que los hijos de las esclavas que nacieran a partir de 1821 serían libres en la medida en que les trabajaran a los amos de sus madres durante 18 años”. Con esto no sólo aplazaban la libertad para 1839, sino que otorgaban la libertad a un reducido número de personas y no a todos los esclavizados, tal como se les había prometido en el transcurso del proceso de independencia.

A esta fórmula debió finalmente adherirse Bolívar, lo que contradecía su posición inicial de libertad absoluta, inmediata y sin restricciones. Contra los intereses económicos de los esclavistas, nada tenía que hacer la palabra empeñada de Bolívar, ni los preceptos liberales y modernos que ideológicamente habían guiado la guerra de independencia: libertad, igualdad y fraternidad.

A partir de ese momento, para los hijos e hijas de las esclavizadas nacidas en 1821, el año de 1839 tenía un significado especial, cargado de un cúmulo de esperanzas y expectativas, ya que en esa fecha debían obtener su libertad al cumplir el requisito de los 18 años de trabajo. Pero, contrariamente a lo esperado, el Estado aprobó la Ley del 29 de Mayo de 1842, con la cual no solamente se aplazó por 5 años más la libertad de los que debían obtenerla en 1839, sino que se reabrió el tráfico de personas esclavizadas que había sido prohibido en 1821.

A esta nueva frustración la población esclavizada respondió con el recurso del cimarronaje. En efecto, si bien esta fue una práctica recurrente durante el siglo XIX, fue precisamente en 1840, y especialmente en 1842, cuando el cimarronaje alcanzó su máxima intensidad como respuesta lógica al incumplimiento de lo establecido en la Ley.

La sistemática presión del imperio inglés sobre los países latinoamericanos para que acabaran con la esclavitud, el incremento del cimarronaje como consecuencia del fracaso de la manumisión republicana, el ascenso del liberalismo al poder y la entrada en escena de la Generación del 48 —llamada así por la influencia recibida por la Revolución Francesa—, quienes consideraban a la Constitución de Cúcuta como un producto inacabado, fueron sentando las bases para que la abolición apareciera de nuevo cómo consigna política y como el aspecto más inconcluso y llamado a corregir de la Constitución de 1821. En las nuevas condiciones, las Sociedades Democráticas se convirtieron en el espacio desde donde los sectores populares le reclamaron a la elite la abolición de los esclavizados. Para esto, entre otros mecanismos, los liberales aprovecharon las fiestas nacionales como el 20 de Julio y las regionales, como la independencia de Cartagena, para liberar a los pocos esclavizados que les permitía la crisis económica de las Juntas de Manumisión. En el espectáculo de la ‘libertad’ el número de liberados era lo menos importante; lo que interesaba realmente a los liberales, además del ritual, era posar frente a los conservadores como verdaderos demócratas y amantes de libertad. Eran tales los dividendos políticos de la consigna de la abolición, que los conservadores también la asumieron como suya a través de las Sociedades Conservadoras.

Desde su llegada a la presidencia en 1850, José Hilario López no sólo defendió, como era de esperarse, la norma de “Ser generoso con los esclavizados sin dejar de serlo con los propietarios”, además se inclinó por un proceso de abolición a largo plazo. Solo la presión que se hizo desde el Congreso, la prensa, las Sociedades Democráticas, y la ejercida por los propios esclavizados, lo llevaron finalmente a la decisión de la abolición absoluta.

El debate parlamentario sobre la abolición se inició en marzo y concluyó en mayo de 1851. Este fue una réplica al de Cúcuta: la discusión se centró en el tema de cómo ser justo con los esclavizados sin dejar de serlo con los esclavistas, es decir la protección del derecho a la propiedad privada. Cuando la abolición era inminente, conservadores y liberales zanjaron sus diferencias y contradicciones, y en único bloque defendieron la fórmula de abolición con indemnización. Únicamente cuando el Estado les garantizó el pago de los esclavos que iban a ser liberados, aprobaron finalmente la Ley de Manumisión, el 21 de mayo de 1851, para que entrara en vigencia el 1º de enero de 1852, fecha en que aproximadamente 16.000 esclavizados accedieron a la libertad por la vía de la manumisión republicana.

El 1º de enero de 1852, los liberales, a través de actos públicos, celebraron en todo el país el triunfo de la libertad con ruidosas fiestas en las que se entregaron las certificaciones de libertad a los esclavizados y vales a los esclavistas que estipulaban el valor a pagarles por los esclavos liberados. Una de estas celebraciones, por ejemplo, fue la que se efectuó en Barranquilla, la cual se inició con un Tedeum: “después de este acto religioso se colocó el retrato del ciudadano presidente, general José Hilario López, en la sala de sesiones de la Sociedad Democrática. Por la tarde, presidido por la Junta de Manumisión, tuvo lugar en la plaza de la Iglesia Parroquial el interesante acto de romper para siempre las cadenas de la esclavitud a 70 seres que gemían bajo su peso, cuyo acto dispuso dicha junta con el entusiasmo y solemnidad digno del objeto para dar cumplimiento a lo dispuesto por la Ley del 21 de mayo de 1851. La corporación municipal, las autoridades políticas, judiciales y eclesiásticas, la Sociedad Democrática y una infinidad de espectadores concurrieron a su mayor lucimiento”. En otros actos del Caribe Neogranadino, “en medio de numeroso público, música, bailes y aclamaciones se colocó en la cabeza de los recién liberados las palabras de libertad, igualdad y fraternidad”. A su vez, Juan José Nieto, gobernador de la provincia de Cartagena inició el 1º de enero de 1852 su extenso discurso en el acto de abolición con las siguientes palabras: “Mis hermanos. Desde hoy se acabaron los esclavos en la Nueva Granada; y es por eso que los saludo en este día, el más solemne, el más bello que ha tenido la República, porque es el día complementario de nuestra regeneración política; el día en que ha desaparecido para siempre de entre nosotros el odioso título de señor y de esclavo, y en que ninguno de nuestros hermanos lleva colgada de su cuello la poderosa, la negra cadena de la servidumbre”. Nieto terminó su discurso arengando a la multitud con estas consignas: “Viva la Nueva Granada. Viva la libertad. Viva la República. Viva la democracia. Viva la administración López”.

Si bien la Ley del 21 de mayo de 1851 abolió la esclavización, esta no podía abolir el racismo, la falta de igualdad y de fraternidad entre los colombianos. Y a pesar de que en los discursos pronunciados por las autoridades en los actos de manumisión y abolición se precisaba que a partir de ese momento las y los esclavos entraban a gozar de iguales derechos a los que eran libres de nacimiento; a éstos y otros sectores sociales tipificados como subalternos, se les negó constitucionalmente el derecho a ejercer la ciudadanía durante todo el siglo XIX. Tendrían que esperar muchos años, es decir hasta 1991, para que, en teoría, la Constitución que reemplazó a la del 86, les reconociera sus derechos.

Esta negación sistemática de derechos, y la falta de oportunidades para que los y las afrocolombianas se desarrollaran dignamente, es uno de los indicadores de la forma como se expresa el racismo.

Según un estudio del Conpes de 1997, de los 10 millones de afrocolombianos que hoy hacen presencia en nuestro país, el 74% recibe salarios inferiores al mínimo legal y tienen un ingreso per cápita que oscila entre 500 y 600 dólares al año, frente al promedio nacional de 1.500. Esta pobreza evidente se expresa en iniquidades en los indicadores sociales de educación, salud, servicios básicos, vivienda y empleo. Mientras que la población colombiana en general presenta un índice de analfabetismo del 23% en el campo y el 7% en la ciudad, en la población afrocolombiana es del 43 y el 20% respectivamente. En lo concerniente al aspecto salud la situación es alarmante. Citemos un solo ejemplo: la mortalidad infantil está entre un 10 y un 50% por encima del promedio nacional y el acceso al sistema de salud es inferior al del resto del país. Pero los niveles de salud desde luego están ligados a los indicadores de calidad y cobertura de acueducto y alcantarillado. En el caso concreto del Pacífico, únicamente el 43% de las viviendas de las cabeceras municipales cuenta con acueducto y solo el 20% con alcantarillado. Cuando el promedio nacional en cobertura de los tres servicios públicos básicos es del 62%, entre los afrocolombianos del Pacífico es del 19%. Para concluir en esta materia debemos decir que los afrodescendientes tienen un 80% de necesidades básicas insatisfechas. De acuerdo con el estudio del Conpes al cual nos hemos venido refiriendo, en relación con el mundo laboral los afrodescendientes están vinculados al sector de los servicios, de la mano de obra no calificada y a la economía informal, sin ningún tipo de seguridad social. Y según la encuesta de calidad de vida del 2003, de los 3,5 millones de afrocolombianos que existen actualmente en nuestro país, el 72% pertenece a los niveles 1 y 2 del Sisbén, cifra significativamente superior al 54% del resto de la población. Diferencias similares se siguen presentando en la cobertura de educación, salud y servicios básicos.

A la anterior violación de los derechos fundamentales que históricamente ha sufrido la comunidad afrocolombiana, debemos sumarle la expulsión que en los últimos años ha sufrido de su hábitat natural, producto de la guerra que se libra en el país, llevándolos a convertirse en una población sin territorio, desplazada y trashumante.

Ante esta panorámica ligeramente esbozada en la que se ha desenvuelto la comunidad afrocolombiana, necesariamente surge el siguiente interrogante: ¿Qué ganó esta con la abolición? La respuesta la proporcionó hace algunos años un profesional cartagenero de la historia al asegurar que “los y las afrocolombianas en la Cartagena del siglo XXI, viven en peores condiciones que durante la colonia”. Recientemente dos jóvenes afrocolombianas de una ciudad donde el 90% de la población es afrodescendiente, como lo es Cartagena, tuvieron que acudir a la figura de la tutela para que se les respetara el derecho a ingresar a un lugar nocturno de esa ciudad, negado sin más razones, que por su condición racial. Si esto es así en una situación tan trivial, ¿qué queda para circunstancias como el acceso al complejo y disputado mundo laboral?

Mundo en que los afrodescendientes deben enfrentarse al racista y discriminatorio estereotipo colonial, según el cual estas personas sólo están calificadas para desempeñarse en aquellos oficios en los cuales prima la utilización de la fuerza física. ¿Cuántas niñas afrodescendientes están vinculadas como cajeras o cualquier otro cargo en las entidades financieras de las ciudades capitales del Caribe Colombiano? Y que decir de la Armada Nacional, creada por el afrodescendiente José Prudencio Padilla, ¿cuántos de sus corraciales admite esta institución?