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Capitolio / La Habana


Ensayo breve de La Habana Grande - IV
Por: © Julio Pino Miyar

Especial para CARIBANIA_magazine

“El soñador ha visto que el mar se le ilumina,
y sueña que es la muerte una ilusión del mar”
Antonio Machado

IV

Alejo Carpentier definió a La Habana como poseedora del estilo de esas ciudades que carecen de estilo propio (el estilo de las ciudades que no tienen estilo, dijo aproximadamente) e hizo demasiado énfasis en los largos paseos de columnas que la Ciudad en algunas partes poseía. La indefinición o la imposibilidad de establecer una definición arquitectónica clara, para una Ciudad conformada por constantes yuxtaposiciones, le hizo hablar al escritor de una patente falta de estilo que vendría a configurar, en la práctica, su particular modo de ser y de existir. Mas hay pocas ciudades en América que resuelvan sus dimensiones y sus conjuntos urbanos con la racionalidad con que los resuelve La Habana, nada más alejado de una anarquía de la distribución y el diseño se pueden apreciar en ella. Sus viejas calzadas son una obra maestra de la comunicación interior, concebidas para el tráfico automovilístico y al mismo tiempo para su mejor cosmovisión de índole estética. Eso es lo único que puede explicar que la Urbe siga siendo, hoy en día, una ciudad carente de grandes estancamientos de tráfico, a pesar de la agresividad con que se maneja y la evidente falta de un buen sistema operativo y permanente de señalizaciones.

El barrio colonial de La Habana Vieja es colindante con la zona del Parque Central y la Avenida del Puerto, por la que continúa la sólida línea de Malecón. Es un conjunto casi homogéneo de edificaciones que fueron levantadas antes del siglo XX. Sus hermosas plazas son hijas de un concepto italiano y renacentista de diseño y urbanización, y hay quienes afirman que sus callejuelas recuerdan algunos barrios de Paris. Sus iglesias, sus conventos, sus abundantes sitios de referencia cultural y literaria, más que ofrecer una sobria unicidad de concepción, lo que nos brindan es una elaborada poética del entorno. El actual historiador de la Ciudad me recuerda, en su enorme afán patrocinador, al viejo Obispo de la Colonia de apellido de Espada, a quien lo único malo que le asigna la tradición nacional fue su furia iconoclasta emprendida contra todos los altares barrocos de la Capital. El historiador de la Ciudad ha realizado, con apoyo gubernamental, una misión extraordinaria de remozamiento, preservación y culta ambientación para un lugar, a todas luces, único en América. Pero hoy en día el turismo ha decaído significativamente, sería conveniente emprender una nueva ronda de negociaciones con el Parlamento de Europa, con sede en Bruselas, para propiciar un flujo de turismo tan necesario para una Ciudad, no sólo falta de visitantes, sino de nuevas y mejor dirigidas inversiones de capital extranjero.

La Habana es la capital, debo decirlo, de una nación a la cual todo el mundo le presta atención. Continúa siendo el paradigma político que era desde los años 60’. Y hay algo que se llama opinión, auspiciada por la comunidad internacional de naciones. En la medida que el país se ha ido integrando cada vez más a la vida internacional, esa opinión ha ido cobrando mayor sentido político.

A Cuba hoy la sacude el impacto galopante de la Modernidad en su doble vertiente práctica y gnoseológica: La del reconocimiento de la autonomía del sujeto que habla y en la negativa a clausurar, mediante el discurso opresivo de ese mismo sujeto, al objeto de sus designaciones. En términos políticos esto debería traducirse como el reconocimiento explícito del Otro que somos por parte de la comunidad internacional, y, en un sentido social, como el reconocimiento implícito, por el principal sujeto enunciante, de una diversidad que nos sacude de raíz. La Modernidad debe ser entendida así como una verdad histórica que se ha vuelto esencialmente dialógica, práctica, viviente, inclusive circunstancial.

Una de las grandes batallas que puede estar librando ahora el pensamiento cultural nacional, en la acepción más amplia del término, es el de poder acceder a los grandes medios de comunicación, tanto en su espacio local como internacional. Esto exige en primer lugar, gran responsabilidad social, y en segundo, claridad de ideas. Incluso una verdadera metodología de exposición.

Los marcos político institucionales que deben nacer de un restablecimiento gnoseológico (de un conocimiento socio - históricamente dañado) deben ser múltiples aunque al mismo tiempo proceder de una verdad unitaria en cuanto consensuada. Consensuada no sólo en términos democráticos, sino por la propia historia y el diálogo intercultural. Una nación moderna, si se construye al margen del consenso universal, deviene en una caricatura de Modernidad, pero un criterio internacional, si carece de parámetros morales, degenera en un designio, la mayor parte de las veces, imperial. Cuba es de este modo, ante los otros que la miran, el otro mundo político formado, que la propia realidad política formada por intereses ajenos pugna muchas veces por no reconocer. Aunque si no existe Ethos no hay Modernidad viable. El dilema de las naciones modernas, si no se resuelve en términos políticamente consensuados, puede disolver el proyecto histórico de cualquier nación. Mas la irresolución del Estado político puede ser el sumidero histórico de una nación. Por ende, la Modernidad no puede ser la regalía que nos concede el Sistema Político del Mundo y es que a la Modernidad política, como a la Modernidad social, no se accede, sino que se construye laboriosamente entre todos.

La mejor película cubana que pude ver en La Habana fue “La noche de los inocentes” del realizador Arturo Soto. Fue el único argumento que no vi descender al mal llamado vernáculo de la exposición; como mero clisé o pintoresquismo de las situaciones, dado en el modo preconcebido de actuar de los personajes. Una comedia de equívocos, un juego irónico de los sentidos y una nevada final sobre las calles atestadas de tráfico de una Habana contemporánea, conformaron el meta discurso del milagro verificado, en el que conceptúo el poderoso latido en ciernes de una añoranza: La participación nacional (siempre pospuesta) en una Modernidad, hoy por hoy, dramáticamente soslayada.

La Habana, con todos sus problemas, vive hoy para sí su propia pulsión moderna en gestación. Una Modernidad que debe ser entendida como hija de un proceso histórico, cabe insistir. No una panacea que nos ofrece el pensamiento liberal. Esas pulsiones encuentran también expresión en el arte y en el pensamiento. Muchas veces las formas de expresión más visibles en cuanto mejor sintetizadas.

La plástica cubana ha comenzado a comportarse desde hace años como un sistema de ideas que pide una reinstalación del arte en el entramado social, en la funcionalidad, en la eficacia social de sus presupuestos estéticos. Y a veces el artista quiere regresar a su antiguo puesto de artesano en el mercado del trabajo, reubicado para pensar y decir como un gestor más de la vida económica y política de la Ciudad. Entonces se pide volver a pensar el papel de las instituciones del arte reubicadas, concebidas, más allá del habitual espacio físico y burocrático, en cualquier articulación social en que se pueda realizar y verificar una gestión cultural.

La Habana es una ciudad sometida al impacto cotidiano de la cultura, pero también al impacto que el mercado global viene realizando sobre la cultura, lacerándola. Es además en el arte donde se perciben esos efectos devastadores. Una transgresión de la franqueza original, de las razones originales de un arte concebido en principio como vía para la participación y la solidaridad.

La más distintiva de las construcciones habaneras es el Morro, colocado, como su nombre lo indica, a la entrada de la Bahía, en su lado Este. La idea general de su construcción es organicista pues se integra plenamente al paisaje de rocas sobre las cuales se levanta, entregándole con esto un aspecto formidable. Es una vieja fortaleza militar del siglo XVII, edificada cuando ya la pólvora había sido inventada, por tanto sus murallas no son tan altas como tan sólidas, hechas para resistir el embate de los cañonazos enemigos. Desde lo altos de sus viejas almenas se nos entrega una visión muy especial del mar y de La Habana. Se puede contemplar desde su cima, de un modo completamente privilegiado, la profunda Bahía con sus buques mercantes estacionados y las edificaciones que integran, en el lado Oeste, la zona de La Habana Vieja y el Paseo del Prado, las hermosas cúpulas del antiguo Palacio presidencial y del Capitolio. Mientras que en lontananza se distinguen, bajo una luz fina y dorada, emborronada por la cálida brisa que difumina suavemente las perspectivas, las altas construcciones del Vedado siempre delineado por el espumoso mar de color azul oscuro que lo abraza.

Una de las cosas más curiosas que se percibe en La Habana, sobre todo para una persona habituada a vivir en el mundo desarrollado, es lo elástico que resulta allí el concepto de seguridad personal. No hay una visión clara, concreta, sobre la idea de la muerte y el finiquitar irreversible de la vida. Los cubanos disfrutan de la vida como si fuesen inmortales. Allí la muerte sorprende siempre porque nunca se espera. Sin embargo, el culto a los antepasados es real, como lo es en todas las viejas sociedades agrarias. Los cubanos tienen su propio libro de los muertos y encuentran en la vida, y en las relaciones con los fantasmas del pasado, su propio y especial significado. Hay así casas impregnadas de recuerdos, llenas de olor a viejo, a cosas empolvadas y gastadas. En esos paisajes de gasas y de sombras se yergue paradójicamente la vida fácil, despreocupada, escandalosa y alegre. Como si la brisa tenue, el tintinear de las luces y el practicísmo que imponen las agobiantes jornadas, hicieran fracasar todo argumento filosófico. La Habana, como la Isla en peso, no es telúrica sino marítima, oceánica. Pero el mar no es solo un camino, es también una soledad y una asombrosa lejanía. Una promesa. Y la muerte se vuelve ingrávida y azul, generalmente fantasiosa como el mar que eternamente reverbera a su lado. La muerte se viste como un pordiosero que se agacha, en los oscuros zaguanes de las casas, a recoger los centavos prietos como el pago de una extraña bienaventuranza. La muerte es escuálida y esconde con vergüenza su mano tísica, y le pide permiso a la dueña del cementerio para poder entrar con el difunto en brazos. Si la Dueña no quiere la muerte tiene que regresar el difunto a casa. Del mismo modo que para el artista el hada verde se esconde en el delirio del Ajenjo.

EPILOGO


Hay ciertos estados límites que el hombre racional, culto y sensible puede, en raras ocasiones, usufructuar, en oscuras vísperas de Noche Buena y en esas calurosas tardes religiosas de los suburbios habaneros en que los santos salen a peregrinar.

Poco antes de salir de La Habana visité el Convento de Santo Domingo de Guanabacoa. Un antiguo amigo me había hablado de sus impresionantes espacios interiores que predisponen al visitante al recogimiento interior y a la meditación. Me impresionaron vivamente no sólo las grandes arcadas de los techos, sino la vetusta fachada exterior. Fue como un viaje al pasado. Mi ex amigo había vivido allí, en el pueblo de Guanabacoa, hacía casi cincuenta años, muy cerca del Liceo donde predicó José Martí. Toqué a la puerta del Convento un domingo en la tarde, un fraile franciscano acudió a abrirme, fue él quien me explicó las razones de mi confusión, aunque el nombre del lugar hacia referencia a los Dominicos, este era un Convento de Franciscanos desde el siglo XIX. Mi antiguo conocido tenía otra vez razón. Los Franciscanos, la Orden del “cándido y diminuto” San Francisco de Asís, el compañero de Santa Clara, no sólo era la vía de la legítima pobreza sino que era el camino al lejano Oriente que los peregrinos de la Orden adelantaron con sus misiones. Fue una especie de despedida. El anciano fraile me despidió afectuosamente en la puerta.

Guanabacoa, una de las ciudades más antiguas de Cuba, se encuentra muy cerca de los pintorescos pueblitos de Regla y Casablanca, situados en las inmediaciones de La Habana, en el lado Este de la Bahía. Pocos lugares dejan en el visitante la intensa experiencia de la fuerza abisal que posee la tierra como en ese lugar, como si fuese un sitio, una región sagrada. Pero de lo que no sé, y mi razón inhibe, es mejor no hablar.

Lo que puedo decir, quizás llevado a ello por una intelección personal de la idea de la Providencia, es que los procesos históricos jamás fracasan. Podría fracasar un dirigente, una dirección política, pero la mecánica social de los acontecimientos, trabaja siempre para el mejoramiento humano. Hay que saber dejar hacer al peso irrefutable de los años mientras nos entregamos a las labores cotidianas. No se puede violentar la historia, pero tampoco perder el ritmo que nos hace movernos a su paso. Eso que los hombres de religión de tiempos antiguos llamaban fe, no es otra cosa que una profunda convicción. Una actitud de paciente espera; “de ardiente paciencia.”

De una de las personas en La Habana más queridas por mí, el maestro Cintio Vitier, recuerdo la pregunta que en su casa me hiciera, que es la sempiterna pregunta que el creyente poético formula a sus amigos:
“¿Para qué hace Dios llover sobre el desierto donde no crece poro vegetal?” Para probar la fe de Job.

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