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Génesis de Barranquilla
Por: Alfonso Fuenmayor
Tomado de Revista HUELLAS / Estampa, Bogotá, dic.20/41


La historia de la fundación de Barranquilla carece de documentos. Fue ésta una empresa sin nombres propios y puede decirse que, más que por determinación de sus anónimos gestores, fue fundada por una voluntad bestial que los arrastró a la obra en momentos en que el cielo probaba la tranquilidad de una campiña. No se encuentra ningún acta en archivo alguno que nos muestre ese gesto arrogante, infantil, heroico y bárbaro, a un tiempo mismo, del conquistador español, padre de ciudades, que trazaba, abiertamente, a todo aquel que se opusiera a acto tan solemne.

Nada de eso hubo en esta ciudad. No fue la codicia del oro el origen de sus muros. Ni la ambición insaciable de un encomendero que hablara a nombre de la Majestad ausente. No hubo caballos marciales que relincharan su gloria. No hubo hierro humillante.

Barranquilla surgió casi al azar. Independiente de toda voluntad humana, apoyó con fuerza sobre la tierra su vaga decisión de vivir. El escondido milagro de su surgimiento no denunciaba su vi... Su fundación recuerda... [mutilado en el original consultado] esos troncos de los cercados que olvidando la razón por qué fueron sembrados, empiezan a echar flores y hojas y verdes retoños ante el asombro del inesperado sembrador.

Barranquilla, hecha al principio de paupérrimas chozas de paja, miserables, de pobreza apostólica, esperaba por muchos años, su entrada definitiva a la vida del mundo. Baranoa, Galapa y Malambo eran aldeas donde primaba, como ocupación, la cría de ganado. Las poblaban rústicos pastores de vida patriarcal que leían la marcha del tiempo en el desvío nocturno de las estrellas altas y adivinaban la lluvia en el vuelo de las aves o en cierta intensidad melancólica de los ojos de las bestias que holgaban tranquilas en la abundancia de los prados.

No faltaba allí una música primitiva que en la desolación desamparada de los crepúsculos tratase vanamente de restañar la inmensa herida con que la tarde hiere el corazón del hombre y en que el cielo parece compadecerse de la humana criatura. El delgado flautín tocado más bien con las propias penas profundas, cuyo son todavía suena en las fiestas vernáculas, retenía sobre los párpados tristes la llegada del sueño que traería prendido en la despierta voz de los gallos, el regalo de otra aurora.

Eran tiempos casi bíblicos. Hombres y animales renovaban la hermandad clamada piadosamente por el de Asís. El nacimiento de un recental era tan alegre como el nacimiento de un niño. El primer balido de la pequeña bestia tan dulce y grato como la sonrisa de un niño que abre los brazos misteriosamente en medio del día.

Allí estaban, como lugares familiares, los caños de agua sonriente y tranquila y los jayanes enmarcados de verdura rebosante en donde el ganado abrevaba la sed de la canícula. Las aves nómades hasta allí llevaban sus trémulos itinerarios en los que vestía de nuevos colores y nuevas voces la soledad de los cielos. Más allá, la hierba verde, prolongada en serena pradería, cantaba la juventud de la tierra con el orgullo ingenuo del árbol que descansa al lado del camino. La ambición humana era diminuta y se mostraba, indolente, en la misteriosa intención divina que señalaba en la bondad de las lluvias y en la abundancia de las cosechas.

Ésa era la patria del sol. Hasta que para estas dulces aldeas de vida plácida y despreocupada llegó, como en el verso de Coleridge, “a weary time, a weary time.” Finalizaba el primer tercio del siglo XVII. El cielo apretaba, hostil, donde antes fue generoso en el exceso de sus dones. Ya la lluvia no descolgaba sus húmedos cordajes sobre la inocencia de los prados. La fiel ofrenda pluvial cada día era más escasa. Hasta que cesó. Los jagüeyes reducían su líquido anillo como un puño crispado de ira. La vida parecía huir como ante un espanto fatídico.

Empezaba a flaquear la esperanza de los hombres que había sido renovada como un óleo sagrado. El verano con toda su amargura resumía la desesperación. Los bramidos de los animales se hicieron queja y lamento y fúnebre presagio. El verano avanzaba, obstinado, seguro, como un destino inexorable. El hambre y la sed inauguraban su imperio donde la fuerza del hombre se doblaba bajo una potencia insuperable. Y el carrizo fluctuante, penoso, continuaba su queja sin consuelo en medio de la tarde.

Con voz más triste que el crepúsculo el ganado se quejaba. Y vinieron las primeras muertes que, tendidas sobre el campo y bajo el cielo, semejaban una enseña de sumisión al rigor de la época.

Lejos, al norte, confundiéndose con el horizonte, se adivinaba un gran río, hondo y oscuro que corría con ronco rumor entre las riberas deshabitadas. Una noche, ya avanzada, casi al alba, el ganado rompió, como una débil caña, la urdimbre previsora de los corrales y huyó hacia el río que, en la distancia, mantenía los pastos siempre verdes, como en un cuadro. El ganado huía y la mugiente polvareda señalaba el norte y fue una carrera de fatigas sostenida por el pavor a la muerte y la miseria.

Los hombres corrieron detrás de su hacienda. Y las bestias guiaban a los hombres en su ceguera. Y corrieron mucho a través de la espesura como una luz entre tinieblas. Y llegaron al gran río que al fracasar contra las rocas de la orilla se deshacía en hilos de algodón, espuma y niebla sutil. Allí sobre el Magdalena los animales tendieron sobre el agua la larga angustia de sus fauces. Y los toros padres, alzando la cornuda cabeza, lanzan, adelante, mugidos que cuajan su fuerza en tierra y aire y son cimientos inconmovibles de la futura ciudad.

Desesperadamente lento fue el desarrollo de esta aldea que nacía al mundo con la candorosa inocencia de la estrella de la tarde. Su perfil de ciudad tardó mucho en dibujarse.

Acontecimientos de índole diversa entre los cuales juegan papel preponderante el favor de la naturaleza, el lugar excepcionalmente privilegiado en que está ubicada la ciudad, y la tendencia natural de sus hijos al trabajo y el amor a la tierra, consiguieron, en un plazo pasmosamente breve, hacer de ella la segunda ciudad nacional.

Con hierro y encaje, con sueño y con brazo, Barranquilla fue construida. Es fuerza y es gracia. El río ancho que lame sus laderas, el mar cercano cuyo rumor llega, tranquilizador, hasta la ciudad y el cielo azul, siempre azul, han tenido sobre la ciudad un encanto sutil de embrujamiento y magia tan grato como un recuerdo grato.

La historia de Barranquilla no se encuentra en efemérides pobladas de charreteras. La historia es hija de los hombres y esta ciudad ha sido producto de la tierra misma, ha sido determinada en oscuro designio y claro fulgor por la naturaleza. El hombre no ha hecho más que acompañarla.